Veros habrá muchas, pero como yo… solo siete








El otro día, caminando por la calle, vi a una chica igual que yo… sólo que no era yo.
O sea, no era igual pero sí muy parecida, otro corte de pelo, otra ropa, el mismo paso y la misma forma de estirarse el labio con los dientes. Me dio la sensación de que podría haber sido perfectamente otra Vero que se desprendió de mí en algún punto crucial de mi vida y siguió por un camino alternativo, hasta llegar a ese nuevo cruce en una esquina cualquiera del caluroso Madrid.
O tal vez era precisamente el calor, que me hacía alucinar.
Como sea, no pude dejar de preguntarme acerca de su vida, de sus rutinas, de sus gustos. ¿Tendría perro, auto, un trabajo gratificante? ¿Sería vegetariana o alcohólica secreta? ¿Hijos, novio, muchas deudas por pagar?
Y por ese camino inevitablemente llegué al inquietante “qué habría pasado sí…” que se ha quedado adherido en cada, supuestamente, gran decisión que he tomado, he dejado de tomar (y por ende también he tomado) o por la que me he dejado llevar (the same) a lo largo de mi “decidida” vida.
Que habría pasado si hubiera tenido más miedo.
O si hubiera sido más osada.
Si hubiera besado a Clemente (bueno, además que aquella vez que él no recuerda...)
Si me hubiera casado con Patricio.
Si hubiéramos tenido muchos hijos juntos.
Si anoche no me hubiera comido ese cus cus con verduras.
Si nunca hubiera encendido ese primer cigarrillo.
O ese primer porro.
Si nunca hubiera dicho “te quiero sin condiciones”.
Si efectivamente hubiera querido sin condiciones.
Si hubiera sacado el permiso de conducir cuando pude hacerlo.
Si hubiera estudiado párvulos o me hubiera hecho circense.
Si me hubiera quedado trabajando en el Merculo per sécula seculórum.
Si me hubiera quedado en Chilito.
Si me hubiera ido a otro país.
Si hubiera empezado a viajar antes o si no me hubiera movido de mi casa.
Si hubiera estudiado el otro master.
Si me hubiera cortado el pelo la semana pasada o no me hubiera cortado las uñas esta semana…
No es que busque realmente respuesta a estas especies de agujeros negros que estarán por siempre adheridos, como una costra que se regenera y vuelve a secar todo el tiempo. Es sólo que en estos días se me atraganta más fuerte que nunca la sensación de estar en un punto cualquiera, que perfectamente podría estar en otro. Que a veces me quiero cambiar a otro y no sé cómo. O a cuál.
Antes de ayer fuimos a cenar fuera con Dino, Pomelo, Cabra Chica y Venus, acorde a nuestro nuevo plan de convertirnos en dignos exponentes de lo que se supone que somos: adultos jóvenes, bellos (o al menos digeribles…), solteros, con trabajo, neuronas y salud, viviendo en una gran metrópolis la vida loca, o al menos mínimamente glamour de las series del canal sony. Aunque en realidad la cena era una especie de despedida a Venus, que decidió emigrar a las oscuras tierras del paro huyendo de los placeres laborales que Eugenio Risopatrón (mi amada tienda para los que vengan llegando) le tenía deparados.
O sea, que se fue, renunció un día cualquiera, apestada del trabajo. Aún sin saber qué cuernos hará ahora con su vida. Y pese a la pena de perder tan bellos amiguitos se la veía feliz, relajada, ingrávida casi. Flotando en su nueva libertad, entregada a la incógnita sin asco.
Envidié su capacidad de arrojarse a sus impulsos más urgentes sin tener colchón, aunque la Antonia me dice que envidia en mi todo lo contrario, la capacidad de aperrar y quedarme ahí aunque las condiciones sean adversas y el trabajo una paja.
Y a la vez que la envidiaba sentía que también tenía que aprovechar mi propia aventura de quedarme, por ahora y mientras dure, precisamente por eso, porque antes o después, nada dura. Se lo comenté a AM en su blog, que últimamente siento que no puedo olvidar que nada dura, que aprieto las cosas más fuerte porque siento que se me deshacen, que lenta pero inexorablemente se evaporan. Ya no estará Venus en la tienda, ya no sonríe con su cara de gatito con sueño detrás de los bolsos y las cajas. Temo al día en que dejen de estar Dino, Pomelo, Toni y Carlota, me da pena irme antes que ellos y temo irme después que ellos.
Aunque cuesta ponerse trágica comiendo las delicias del colombiano al que nos llevó Pomi, un café restorán de Malasaña con la peor atención y la mejor comida al que he ido. “Es como en Colombia”, decía ella, toda compungida por la demora, como si fuese culpa suya. “Así es todo allá -seguía ella, solo un poquito enojada porque nunca se enoja al parecer-, todo es un caos”.
Un caos es todo afuera, y siempre seremos exiliados, aunque nuestro terruño –el original, el mejor- ande sobre ruedas. porque el tiempo y el espacio se mueven bajo nuestros pies, nos pasan por el lado, se burlan de nuestros intentos de mantener las cosas en su sitio.
Así que para celebrarlo partimos a tomarnos unas copitas a un chill out de lo más “mono”, muy AJMG (ya adelanté el concepto… adulto joven mínimamente glamoroso), donde descansamos nuestra sobrealimentada anatomía en los acogedores brazos de cojines gigantes repartidos por el suelo y daiquiris de mora-plátano que se desparramaban lujuriosamente sobre cerros de hielo picado.
¡Salud por ti Venus!
(Y aunque no viene a cuento, aprovecho de saludar a Heidi y Celia, mis compañeras de colegio que se subieron a la misma ola loca que yo y vinieron a parar a estas extrañas arenas de nuestros supuestos antepasados. Hoy me invitaron a almorzar –lo que viene después del desayuno- en honor a mi cumpleaños, así que ha sido otro muy buen día, aprovechado, conversado y un pelín nostálgico. Un feriado más que bien gastado. Aunque sigo esperando que cierta amiga con nombre de cítrico tenga a bien hacer realidad sus reiterados ofrecimientos y me invite a su piscina…
¿Qué hubiera pasado si me hubiera ido a la piscina?
¿Si en mi casa siempre hubiera habido una piscina?
¿Cómo vería el mundo con la mente inundada de cloro y relax?