Vero 100 pesos
Ayer me pasé toda la mañana esperando que sonara el teléfono. Me tenían que avisar de un trabajo en el Ñam Ñam, nombre ficticio que acabo de improvisar para referirme a un local que vende sándwiches, cafés y ensaladas a los esforzados ejecutivos de Velázquez. Ficticio por si las moscas, nunca se sabe si cambian de opinión a última hora. El real es bastante menos ridículo, pero ahora estoy picada, así que me quedo con éste.
Esperaba que me llamaran porque la entrevista había salido bastante bien. La conversación fue fluida, mi interlocutora sonreía bastante y durante media hora fui la chica perfecta para el puesto. Bien vestida pero sin exagerar, simpática sin parecer ansiosa, amistosa, educada y otra sarta de virtudes que fui dejando asomar sutilmente, gracias a mis nutridas artimañas entrevistoriles.
Como ya habrán notado, no pasó nada. Esperé como se espera algo ineludible pero que nunca llega, aunque los demás no vieran en mí signos de ansiedad extrema. Yo misma llegué a pensar que no me había importado, pero ahora me doy cuenta que era pura negación no más, que estaba tan convencida de que el teléfono iba a hacer ring ring que el fluir del tiempo era un mero detalle, un desperfecto insignificante que ya se iba a recomponer de alguna forma. Así que ni asomé la nariz por internet, pa’ no tener la línea ocupada, hasta bien instalada la tarde. “El martes en la mañana avisamos a los que queden, porque el uniforme con los nombres tiene que estar listo para el miércoles”. Lo escuché clarito. En la mañana puede ser aún a la 1, una mañana algo atrasadilla por el ajetreo del local. Pero a las 7 ya es de frentón la tarde. Ahí como que me empecé a deprimir…
Así, el día se fue desgranando lento, con esa espera más calma del peor es nada, de lo no largamente anhelado sino que más bien aceptado como último recurso, pero que habiéndose convertido ese último en único se cuelga el cartelito de deseo con derecho a podio. Aunque haya llegado como reserva. Y cuando ya no nos queda ni eso, es inevitable caer en las observaciones auto flagelantes.
O sea, si no soy apta ni siquiera para vender un vil pan de molde envasado ya no sé para qué cuernos puedo servir. En un sentido económicamente rentable, claro está.
Porque puedo servir para alegrarle el día a alguien.
Para crear en la mente de alguna persona un recuerdo imborrable.
Para regalar ánimos y reciclar energías.
Para revestir el futuro de esperanzas y buscarle sentido a lo difícil.
Para espantar infantiles pesadillas e improvisar cuentos sobre orugas con sombrero.
Para cabecearme con blogs interminables.
Pero no sirvo para que me den un trabajo de medio tiempo que necesita menos neuronas que las de…
No, no caeré en la tentación. Digamos que las de muchas personas que conozco, y que han logrado una inserción bastante más exitosa que la mía en el mundo laboral.
Esto del desempleo es asquerosamente desalentador. No te lo sacas del cuerpo, lo tienes pegoteado como una pasta que te cubre todo el día, es una mosca que se asoma cada vez que ves un precio en una carta, cuando te cierran el metro y puteas porque tienes que derrochar 4 euros en un taxi. Y te va haciendo un hoyo donde arrojas los éxitos de los otros, las cifras de sus sueldos, incluso las quejas por sus horarios que envidias con mental cálculo de cómo te funcionaría el día con esa jornada.
Tal vez sigo apuntando “muy alto”, como insinuó la dueña del Nina -un restorán pijo de Malasaña- en una entrevista de trabajo de lo más surrealista (ahora sí pongo el nombre, porque me quedó clarísimo que de ahí no me llaman nunca. Sin riesgo, sin dolor).
La cosa es ésta: Fui a dejar un currículo. La señora en cuestión no estaba, así que me atendió el sub-encargado. Muy nice él, me preguntó sobre mi experiencia y le dije que había trabajado en un bar pero no sabía usar la famosa bandejita. Acá buscamos gente con simpatía, con conversación, intereses culturales, lo otro se aprende, fue su mensaje. Rico buena onda, pensé, y me fui feliz. Igual tenía que volver la semana siguiente a hablar con la dueña, pero regresaría en actitud de tragarme al mundo.
Pan comido.
Cuando volví me hicieron sentarme en el mismo lugar que la vez pasada. Pero ahora estaba Doña Importante, acompañada de una tipa con cara de búho que me miraba de arriba a abajo con ojos de huevo frito, y una expresión de lucha interna encarnizada entre el desdén y la compasión. No muy buen augurio.
- Vamos a ver, ¿tienes experiencia?
- Mire, trabajé en un bar pero nunca con bandejas. Sin embargo aprendo rápido, bla bla bla…
- Es que la experiencia es indispensable.
…
Frase nueva. Ni me la dijo el chico de la semana anterior ni estaba en el cartelito. Ok, pero otros han salido de ésta… así que igual trato de salvarla. Recurro a la carta de la simpatía, me presento como el derroche personificado del don de gentes. Me mira estupefacta, y me suelta un “eso es algo básico, algo que se pide a todos nuestros camareros, así que si me dices eso es como decirme nada. La experiencia es fundamental. Y si viene con otras cualidades, mejor. Porque yo tengo que velar por el beneficio de mi restorán, así que si se presenta una chica de un metro ochenta, que además es rubia de ojos azules, y que habla perfecto inglés, francés, alemán e italiano, obviamente que me va a convenir más que tú. Por muy simpática que seas”.
¡Plop!
Luego la honestísima mujer –que a estas alturas me miraba con la misma cara de búho compasivo/despectivo que su asistenta- como si estuviera en un extraño ritual consolador de los aspirantes rechazados, me pide que comprenda que ellos no son una escuela, y no se pueden dar el lujo de estarle enseñando el teje y maneje del asunto a viles novatos que romperían la delicada cadena laboral… Para rematar, agrega un “entiende que acá los fines de semana servimos más de 200 cenas”, decorado con sutil enarcamiento de cejas. Luego clava los ojos en una servilleta doblada con delicado primor (sé que es una alucinación, pero ahora, recordando la escena, no puedo dejar de ver que tenía forma de cisne), y en las tres copas distintas que se alzaban sobre ella. El búho ensimismado gentilmente me invita a dejar el lugar. Le doy un último repaso a sus pupilas, que me regalan un mudo consejo póstumo: “mejor trata en McDonalds”.
Y luego lo del Ñam Ñam. Donde todos me decían que quedar era facilísimo. Que los sándwich los traían ya envasados y sólo había que apretar un botón para hacer café. A prueba de tontos. “Yo trabajé ahí, a Fulanita le dieron curro altiro” (jeje, curro y altiro… qué híbrido es este blog).
Periodista, titulada con distinción (harto que me costó el maldito voto), manejo aceptable del inglés, diplomada en Ciencias Políticas, estudiante de postgrado en Creación Literaria no sabe apretar el botón de la máquina de café…
Que triste.
Y que gracioso. Porque mientras estaba tan atareada en ponerme todos esos colgajos universitarios, nunca se me ocurrió que iba a salir de una entrevista en un restorán con ese sentimiento de inadecuación, con la sensación de haber apuntado demasiado alto y caer sentada sobre mi propio descaro, al sólo pretender que me podrían aceptar en un lugar de tanto pedigrí (aunque el otro día pasé y estaba casi vacío, que conste…). Y toda esa maravilla sin ser una conejita playboy, multilingüe y expertísima conocedora de la delicada cadena laboral.
El problema, la raíz profunda de mi desaliento es que siento que nunca he sido lo suficientemente buena para ningún lugar - ¿CUÁNTO ES SUFICIENTE?-, y mi historia en el mundo de los asalariados es una seguidilla de permanencias de amenazada temporalidad, entre islas de inactividad que se hacen cada vez más prolongadas.
No voy a dar la lata con eso. No tengo la más puta idea de por qué me duran poco los trabajos y por qué me cuesta tanto conseguirlos. Oficialmente, nunca me he ido de uno por razones achacables a mi persona, siempre son problemas en la empresa, o no necesitan más gente o se acabó el proyecto o no se consiguió la financiación o alguna paja por el estilo. Siempre me he ido en medio de insistentes aseveraciones de que mi partida es una verdadera pérdida, un vacío irrecuperable, una absurda jugarreta del destino y que "si dependiera de nosotros bla bla bla bla bla..."
Luego las eternas entrevistas, las llamadas que son sólo para concertar segundas -peores e igualmente eternas- entrevistas. Con todo cariño Nadia, pero ¡¡¡cómo detesto a los psicólogos laborales y sus vomitivas dinámicas de liderazgo y trabajo en equipo!!!
Y ningún pitutillo por ahí, ningún familiar bien acomodado en un diario, ni siquiera el dueño de una tienda donde matar el tiempo como vendedora, ni amigos bien instalados, ni amigos de amigos ni nada a qué echar mano. O sea, ninguna puerta ancha que cruzar, ni siquiera en las casas más chicas.
Estoy manejando muy bajas cuotas de poder. De las directas y de las indirectas. Bienvenida a la fascinante pertenencia a las mayorías…
Pura mala suerte, pienso a veces. Con la oportunidad precisa en el momento preciso habría brillado. Eso aún puedo digerirlo. La suerte cambia. ¿Pero si simplemente no he sabido estar a la altura de la imagen que me hice de mi misma?
Desde chica mis padres me inculcaron una especie de exitismo soterrado, un “lo podemos lograr” apremiante pero disfrazado de refuerzos positivos: qué inteligente eres, que excelentes nota pero las puedes mejorar, qué bonito escribes, que privilegiada por tus talentos, tienes que aprovecharlo, etc. Lo que había detrás de las sonrisas de orgullo, las palmaditas en el hombro y litros de yogurt soprole era un “llegarás lejos” o mejor dicho un “tienes que llegar lejos porque eso es no sólo lo que te corresponde, sino que lo único aceptable que puedes hacer”. Las historias familiares eran más o menos las mismas y estábamos llamados a perpetuarlas, gente esforzada que había partido de abajo, que con mucho estudio –siempre con elementos extras de sacrificio, como percibí muchas veces mi propio encuadre estudio/maternidad- y luego años de esforzado y honesto trabajo habían llegado lejos en el camino hacia el éxito. La linealidad ascendente de dicha ruta era algo incuestionable.
La vida se me ha salido muchas veces de los planes, como ya he posteado alguna vez. Cambiar pañales a los 19, por ejemplo, me parecía menos frustrante que hacerlo sola. Así que acepté el extraño espécimen que la existencia me ofrecía para formar familia y me lancé con Romualdo en una relación absolutamente sicopática, donde ensayé versiones de mí misma que incluso entonces me parecían tristísimas. Eso tampoco estaba en la lista de favoritos. Sin embargo fue así.
Pero no sé por qué me está costando más lidiar con esta imagen rota, la del trabajo. Sigo sin resignarme al serpenteo agónico de mi propia ruta, ahogándome en los baches del camino.
Mucho antes incluso de necesitar realmente la plata.
Simplemente por no ser algo que estaba destinada a ser. La superperiodista del futuro, Mazinger Letras.
Cuando me preguntan qué soy no me preguntan por mí. Me preguntan por mi ropa. Supongo que un “desempleada, y no jodas” no quedaría muy bonito. Porque la angustia es mía, y el pobre tipo que tengo al frente no tiene la culpa de que me sienta en pelotas.
Nuevamente me remito al maestro Gárgamel (ay, qué sería de nosotros sin su filosofía para paliar las penas), que viene muy bien para estos asuntos que hoy me traigo entre manos:
En versión clases, mi miseria existencial se debería a que soy un yo despojado de sujeto. Porque sólo somos sujetos en la medida en que hacemos cosas (y no, mirar la tele e ir al supermercado no entran en esas categorías. Un poquito de seriedad por favor…). Esto es producto de la cruel maquinaria capitalista, donde somos en tanto que hacemos, valemos en tanto que hacemos. Y sin ese hacer hemos perdido nuestra identidad.
Para peor, está eso del resentimiento. Re-sentir, un sentir negativo hacia todo aquello que podría ser deseable.
Mmm… para allá voy, parece. A veces me asalta un impulso malvadillo de ir a tirar huevos crudos al Nina, acción delictiva que nace de mi deseo inconsciente-latente de pertenecer a su selecto staff (¡es que en otro idioma queda más bonito!).
Bueno, la cosa es que esto del resentimiento nace con la aparición de la sociedad, perversa fábrica de desigualdades. Porque algunos no pueden conseguir su lugar en ella, de donde surgen dos movimientos: un resentimiento primero dirigido hacia uno mismo, por no haber cumplido con el proyecto personal (“algo en mí está mal”) y un resentimiento posterior hacia la sociedad (“yo estoy bien, pero ella no me da lo que me merezco”).
O sea, que el hombre ha sido sustituido por el proyecto.
Sustituido por sus propios ideales, siempre inalcanzables, siempre dispuestos a ir un poquito más alto.
Así las cosas, parece ser que a mayor progreso material, más crecemos como personas, no ya sólo como sujetos. Más evolucionamos espiritualmente.
Amén.
Y los que aún no nos tomamos las vitaminas vagamos entonces por la vida con nuestros espíritus desnutridos, "envueltos todos en la idea de progreso, lanzados como locos a un ideal del futuro, moviéndonos en un mundo enteramente falso, donde el cansancio y el resentimiento están por todos lados (Gárgamel, op. cit).
Por eso el “qué haces” jode tanto. Una conversación aparentemente inocente pero que en realidad busca tasar nuestros proyectos personales. Y un qué-haces más otro qué-haces más un alguna-novedad-con-lo-del-trabajo producen cansancio. La sociedad se ha puesto muy densa. El contacto con lo externo es una lucha, un situarse. Un agotador buscar.
Y nadas en la densidad y te sientes como una mierda, aunque Rosseau diga que es la sociedad la que está mal, y no tú. Que la competencia y la desigualdad no están en el alma humana y que es en sociedad donde el hombre se convierte en un animal depravado, en un ser perverso que ha perdido su libertad. Dañino. Y que –ésta es de la buenas- lo que nos diferencia de los animales no es el entendimiento sino que la idea de razón, finalización y progreso, o sea, nuestra peor parte.
Te sientes miserable por más que no seas tú la culpable de tu miseria, y sigues pensando obsesivamente en que quieres un trabajo. Hasta que lo consigues. Hasta que viene el escalón siguiente. Un mejor horario, un mejor sueldo, un trabajo que en realidad te guste…
Hace días tenía un pensamiento absolutamente tonto que me rondaba la cabeza. Que cuando estuviera trabajando en el Ñam Ñam no iba a poder ver los capítulos de Friends que dan todos los días a las 3 de la tarde. Curioso, si se considera que cuando llegué apenas toleraba la voz de oligofrénica que le pusieron a Phoebe en el doblaje y me neurotizaba cada vez que alguien decía YOGÜI, léase cada letra en forma pronunciadísima (me demoré dos días en cachar que hablaban de Joey y en dejar de pensar en un oso). Más curioso, teniendo en cuenta que son capítulos de temporadas que ya vi, y en una tele a la que no le agonizan los colores con furia persistente.
Hoy nuevamente no tengo nada. Ni siquiera un pensamiento tonto.
Sólo pérdidas. De tiempo, que se me escurre, como si estuviera corriendo a una sentencia pero a la vez un tiempo agónico, que está pauteado por el inevitable y cada vez más contenido desangramiento de euros que trae el pasar de los días.
De paciencia.
De estoicismo.
Camino a convertirme en una resentida.
No quiero ser pobre. No me gusta. Me da pánico. Detesto la sensación de estarme negando un placer por algo tan burdo, tan asquerosamente terrenal como el no tener plata. Sin embargo, podría vivir con austeridad si mi plan de ser famosa y millonaria no da resultado. Cuando me lo propongo le doy cabida a la disciplina, y no sería la primera vez que tuviera que enfrentar los gastos de una casa con presupuesto limitado y sin derecho a pataleo. Lo que me traga es la incertidumbre. Sentir que no existe el bendito monto fijo mensual, al cual adecuarme y sobre el cual construir nuevos proyectos. Que no hay laminita en el espacio de los ingresos financieros de mi álbum de dos meses más, pero si laminita dorada, fluorescente, tridimensional en la casilla correspondiente al “costo de la vida”.
Ya sé que suena bonito, poético y bohemio eso de no tener una vida aburguesada y un sueldo estable. Pero mi existencia ya ha sido lo suficientemente bohemia, muchas gracias.
Y las cuentas seguirán ahí.
El Lucas seguirá ahí, preguntando cuándo se viene.
El hoyo seguirá ahí, precisamente porque lo único que sé es que no sé dónde seguiré yo… cavándolo en alguna parte, eso seguro.
(P, ésta te la dedico a ti)