miércoles, 29 de septiembre de 2004

Vero 100 pesos

(O mis arduas –y grrrrratuitas- reflexiones sobre nuestro valor en la sociedad)

Ayer me pasé toda la mañana esperando que sonara el teléfono. Me tenían que avisar de un trabajo en el Ñam Ñam, nombre ficticio que acabo de improvisar para referirme a un local que vende sándwiches, cafés y ensaladas a los esforzados ejecutivos de Velázquez. Ficticio por si las moscas, nunca se sabe si cambian de opinión a última hora. El real es bastante menos ridículo, pero ahora estoy picada, así que me quedo con éste.

Esperaba que me llamaran porque la entrevista había salido bastante bien. La conversación fue fluida, mi interlocutora sonreía bastante y durante media hora fui la chica perfecta para el puesto. Bien vestida pero sin exagerar, simpática sin parecer ansiosa, amistosa, educada y otra sarta de virtudes que fui dejando asomar sutilmente, gracias a mis nutridas artimañas entrevistoriles.

Como ya habrán notado, no pasó nada. Esperé como se espera algo ineludible pero que nunca llega, aunque los demás no vieran en mí signos de ansiedad extrema. Yo misma llegué a pensar que no me había importado, pero ahora me doy cuenta que era pura negación no más, que estaba tan convencida de que el teléfono iba a hacer ring ring que el fluir del tiempo era un mero detalle, un desperfecto insignificante que ya se iba a recomponer de alguna forma. Así que ni asomé la nariz por internet, pa’ no tener la línea ocupada, hasta bien instalada la tarde. “El martes en la mañana avisamos a los que queden, porque el uniforme con los nombres tiene que estar listo para el miércoles”. Lo escuché clarito. En la mañana puede ser aún a la 1, una mañana algo atrasadilla por el ajetreo del local. Pero a las 7 ya es de frentón la tarde. Ahí como que me empecé a deprimir…

Así, el día se fue desgranando lento, con esa espera más calma del peor es nada, de lo no largamente anhelado sino que más bien aceptado como último recurso, pero que habiéndose convertido ese último en único se cuelga el cartelito de deseo con derecho a podio. Aunque haya llegado como reserva. Y cuando ya no nos queda ni eso, es inevitable caer en las observaciones auto flagelantes.

O sea, si no soy apta ni siquiera para vender un vil pan de molde envasado ya no sé para qué cuernos puedo servir. En un sentido económicamente rentable, claro está.

Porque puedo servir para alegrarle el día a alguien.
Para crear en la mente de alguna persona un recuerdo imborrable.
Para regalar ánimos y reciclar energías.
Para revestir el futuro de esperanzas y buscarle sentido a lo difícil.
Para espantar infantiles pesadillas e improvisar cuentos sobre orugas con sombrero.
Para cabecearme con blogs interminables.

Pero no sirvo para que me den un trabajo de medio tiempo que necesita menos neuronas que las de…
No, no caeré en la tentación. Digamos que las de muchas personas que conozco, y que han logrado una inserción bastante más exitosa que la mía en el mundo laboral.

Esto del desempleo es asquerosamente desalentador. No te lo sacas del cuerpo, lo tienes pegoteado como una pasta que te cubre todo el día, es una mosca que se asoma cada vez que ves un precio en una carta, cuando te cierran el metro y puteas porque tienes que derrochar 4 euros en un taxi. Y te va haciendo un hoyo donde arrojas los éxitos de los otros, las cifras de sus sueldos, incluso las quejas por sus horarios que envidias con mental cálculo de cómo te funcionaría el día con esa jornada.

Tal vez sigo apuntando “muy alto”, como insinuó la dueña del Nina -un restorán pijo de Malasaña- en una entrevista de trabajo de lo más surrealista (ahora sí pongo el nombre, porque me quedó clarísimo que de ahí no me llaman nunca. Sin riesgo, sin dolor).
La cosa es ésta: Fui a dejar un currículo. La señora en cuestión no estaba, así que me atendió el sub-encargado. Muy nice él, me preguntó sobre mi experiencia y le dije que había trabajado en un bar pero no sabía usar la famosa bandejita. Acá buscamos gente con simpatía, con conversación, intereses culturales, lo otro se aprende, fue su mensaje. Rico buena onda, pensé, y me fui feliz. Igual tenía que volver la semana siguiente a hablar con la dueña, pero regresaría en actitud de tragarme al mundo.
Pan comido.


Cuando volví me hicieron sentarme en el mismo lugar que la vez pasada. Pero ahora estaba Doña Importante, acompañada de una tipa con cara de búho que me miraba de arriba a abajo con ojos de huevo frito, y una expresión de lucha interna encarnizada entre el desdén y la compasión. No muy buen augurio.
- Vamos a ver, ¿tienes experiencia?
- Mire, trabajé en un bar pero nunca con bandejas. Sin embargo aprendo rápido, bla bla bla…
- Es que la experiencia es indispensable.

Frase nueva. Ni me la dijo el chico de la semana anterior ni estaba en el cartelito. Ok, pero otros han salido de ésta… así que igual trato de salvarla. Recurro a la carta de la simpatía, me presento como el derroche personificado del don de gentes. Me mira estupefacta, y me suelta un “eso es algo básico, algo que se pide a todos nuestros camareros, así que si me dices eso es como decirme nada. La experiencia es fundamental. Y si viene con otras cualidades, mejor. Porque yo tengo que velar por el beneficio de mi restorán, así que si se presenta una chica de un metro ochenta, que además es rubia de ojos azules, y que habla perfecto inglés, francés, alemán e italiano, obviamente que me va a convenir más que tú. Por muy simpática que seas”.
¡Plop!

Luego la honestísima mujer –que a estas alturas me miraba con la misma cara de búho compasivo/despectivo que su asistenta- como si estuviera en un extraño ritual consolador de los aspirantes rechazados, me pide que comprenda que ellos no son una escuela, y no se pueden dar el lujo de estarle enseñando el teje y maneje del asunto a viles novatos que romperían la delicada cadena laboral… Para rematar, agrega un “entiende que acá los fines de semana servimos más de 200 cenas”, decorado con sutil enarcamiento de cejas. Luego clava los ojos en una servilleta doblada con delicado primor (sé que es una alucinación, pero ahora, recordando la escena, no puedo dejar de ver que tenía forma de cisne), y en las tres copas distintas que se alzaban sobre ella. El búho ensimismado gentilmente me invita a dejar el lugar. Le doy un último repaso a sus pupilas, que me regalan un mudo consejo póstumo: “mejor trata en McDonalds”.

Y luego lo del Ñam Ñam. Donde todos me decían que quedar era facilísimo. Que los sándwich los traían ya envasados y sólo había que apretar un botón para hacer café. A prueba de tontos. “Yo trabajé ahí, a Fulanita le dieron curro altiro” (jeje, curro y altiro… qué híbrido es este blog).

Periodista, titulada con distinción (harto que me costó el maldito voto), manejo aceptable del inglés, diplomada en Ciencias Políticas, estudiante de postgrado en Creación Literaria no sabe apretar el botón de la máquina de café…
Que triste.

Y que gracioso. Porque mientras estaba tan atareada en ponerme todos esos colgajos universitarios, nunca se me ocurrió que iba a salir de una entrevista en un restorán con ese sentimiento de inadecuación, con la sensación de haber apuntado demasiado alto y caer sentada sobre mi propio descaro, al sólo pretender que me podrían aceptar en un lugar de tanto pedigrí (aunque el otro día pasé y estaba casi vacío, que conste…). Y toda esa maravilla sin ser una conejita playboy, multilingüe y expertísima conocedora de la delicada cadena laboral.

El problema, la raíz profunda de mi desaliento es que siento que nunca he sido lo suficientemente buena para ningún lugar - ¿CUÁNTO ES SUFICIENTE?-, y mi historia en el mundo de los asalariados es una seguidilla de permanencias de amenazada temporalidad, entre islas de inactividad que se hacen cada vez más prolongadas.

No voy a dar la lata con eso. No tengo la más puta idea de por qué me duran poco los trabajos y por qué me cuesta tanto conseguirlos. Oficialmente, nunca me he ido de uno por razones achacables a mi persona, siempre son problemas en la empresa, o no necesitan más gente o se acabó el proyecto o no se consiguió la financiación o alguna paja por el estilo. Siempre me he ido en medio de insistentes aseveraciones de que mi partida es una verdadera pérdida, un vacío irrecuperable, una absurda jugarreta del destino y que "si dependiera de nosotros bla bla bla bla bla..."

Luego las eternas entrevistas, las llamadas que son sólo para concertar segundas -peores e igualmente eternas- entrevistas. Con todo cariño Nadia, pero ¡¡¡cómo detesto a los psicólogos laborales y sus vomitivas dinámicas de liderazgo y trabajo en equipo!!!

Y ningún pitutillo por ahí, ningún familiar bien acomodado en un diario, ni siquiera el dueño de una tienda donde matar el tiempo como vendedora, ni amigos bien instalados, ni amigos de amigos ni nada a qué echar mano. O sea, ninguna puerta ancha que cruzar, ni siquiera en las casas más chicas.
Estoy manejando muy bajas cuotas de poder. De las directas y de las indirectas. Bienvenida a la fascinante pertenencia a las mayorías…

Pura mala suerte, pienso a veces. Con la oportunidad precisa en el momento preciso habría brillado. Eso aún puedo digerirlo. La suerte cambia. ¿Pero si simplemente no he sabido estar a la altura de la imagen que me hice de mi misma?

Desde chica mis padres me inculcaron una especie de exitismo soterrado, un “lo podemos lograr” apremiante pero disfrazado de refuerzos positivos: qué inteligente eres, que excelentes nota pero las puedes mejorar, qué bonito escribes, que privilegiada por tus talentos, tienes que aprovecharlo, etc. Lo que había detrás de las sonrisas de orgullo, las palmaditas en el hombro y litros de yogurt soprole era un “llegarás lejos” o mejor dicho un “tienes que llegar lejos porque eso es no sólo lo que te corresponde, sino que lo único aceptable que puedes hacer”. Las historias familiares eran más o menos las mismas y estábamos llamados a perpetuarlas, gente esforzada que había partido de abajo, que con mucho estudio –siempre con elementos extras de sacrificio, como percibí muchas veces mi propio encuadre estudio/maternidad- y luego años de esforzado y honesto trabajo habían llegado lejos en el camino hacia el éxito. La linealidad ascendente de dicha ruta era algo incuestionable.

La vida se me ha salido muchas veces de los planes, como ya he posteado alguna vez. Cambiar pañales a los 19, por ejemplo, me parecía menos frustrante que hacerlo sola. Así que acepté el extraño espécimen que la existencia me ofrecía para formar familia y me lancé con Romualdo en una relación absolutamente sicopática, donde ensayé versiones de mí misma que incluso entonces me parecían tristísimas. Eso tampoco estaba en la lista de favoritos. Sin embargo fue así.

Pero no sé por qué me está costando más lidiar con esta imagen rota, la del trabajo. Sigo sin resignarme al serpenteo agónico de mi propia ruta, ahogándome en los baches del camino.
Mucho antes incluso de necesitar realmente la plata.
Simplemente por no ser algo que estaba destinada a ser. La superperiodista del futuro, Mazinger Letras.

Cuando me preguntan qué soy no me preguntan por mí. Me preguntan por mi ropa. Supongo que un “desempleada, y no jodas” no quedaría muy bonito. Porque la angustia es mía, y el pobre tipo que tengo al frente no tiene la culpa de que me sienta en pelotas.

Nuevamente me remito al maestro Gárgamel (ay, qué sería de nosotros sin su filosofía para paliar las penas), que viene muy bien para estos asuntos que hoy me traigo entre manos:
En versión clases, mi miseria existencial se debería a que soy un yo despojado de sujeto. Porque sólo somos sujetos en la medida en que hacemos cosas (y no, mirar la tele e ir al supermercado no entran en esas categorías. Un poquito de seriedad por favor…). Esto es producto de la cruel maquinaria capitalista, donde somos en tanto que hacemos, valemos en tanto que hacemos. Y sin ese hacer hemos perdido nuestra identidad.
Para peor, está eso del resentimiento. Re-sentir, un sentir negativo hacia todo aquello que podría ser deseable.
Mmm… para allá voy, parece. A veces me asalta un impulso malvadillo de ir a tirar huevos crudos al Nina, acción delictiva que nace de mi deseo inconsciente-latente de pertenecer a su selecto staff (¡es que en otro idioma queda más bonito!).

Bueno, la cosa es que esto del resentimiento nace con la aparición de la sociedad, perversa fábrica de desigualdades. Porque algunos no pueden conseguir su lugar en ella, de donde surgen dos movimientos: un resentimiento primero dirigido hacia uno mismo, por no haber cumplido con el proyecto personal (“algo en mí está mal”) y un resentimiento posterior hacia la sociedad (“yo estoy bien, pero ella no me da lo que me merezco”).

O sea, que el hombre ha sido sustituido por el proyecto.
Sustituido por sus propios ideales, siempre inalcanzables, siempre dispuestos a ir un poquito más alto.

Así las cosas, parece ser que a mayor progreso material, más crecemos como personas, no ya sólo como sujetos. Más evolucionamos espiritualmente.
Amén.

Y los que aún no nos tomamos las vitaminas vagamos entonces por la vida con nuestros espíritus desnutridos, "envueltos todos en la idea de progreso, lanzados como locos a un ideal del futuro, moviéndonos en un mundo enteramente falso, donde el cansancio y el resentimiento están por todos lados (Gárgamel, op. cit).

Por eso el “qué haces” jode tanto. Una conversación aparentemente inocente pero que en realidad busca tasar nuestros proyectos personales. Y un qué-haces más otro qué-haces más un alguna-novedad-con-lo-del-trabajo producen cansancio. La sociedad se ha puesto muy densa. El contacto con lo externo es una lucha, un situarse. Un agotador buscar.

Y nadas en la densidad y te sientes como una mierda, aunque Rosseau diga que es la sociedad la que está mal, y no tú. Que la competencia y la desigualdad no están en el alma humana y que es en sociedad donde el hombre se convierte en un animal depravado, en un ser perverso que ha perdido su libertad. Dañino. Y que –ésta es de la buenas- lo que nos diferencia de los animales no es el entendimiento sino que la idea de razón, finalización y progreso, o sea, nuestra peor parte.

Te sientes miserable por más que no seas tú la culpable de tu miseria, y sigues pensando obsesivamente en que quieres un trabajo.
Hasta que lo consigues. Hasta que viene el escalón siguiente. Un mejor horario, un mejor sueldo, un trabajo que en realidad te guste…

Hace días tenía un pensamiento absolutamente tonto que me rondaba la cabeza. Que cuando estuviera trabajando en el Ñam Ñam no iba a poder ver los capítulos de Friends que dan todos los días a las 3 de la tarde. Curioso, si se considera que cuando llegué apenas toleraba la voz de oligofrénica que le pusieron a Phoebe en el doblaje y me neurotizaba cada vez que alguien decía YOGÜI, léase cada letra en forma pronunciadísima (me demoré dos días en cachar que hablaban de Joey y en dejar de pensar en un oso). Más curioso, teniendo en cuenta que son capítulos de temporadas que ya vi, y en una tele a la que no le agonizan los colores con furia persistente.

Hoy nuevamente no tengo nada. Ni siquiera un pensamiento tonto.
Sólo pérdidas. De tiempo, que se me escurre, como si estuviera corriendo a una sentencia pero a la vez un tiempo agónico, que está pauteado por el inevitable y cada vez más contenido desangramiento de euros que trae el pasar de los días.

De paciencia.
De estoicismo.
Camino a convertirme en una resentida.

No quiero ser pobre. No me gusta. Me da pánico. Detesto la sensación de estarme negando un placer por algo tan burdo, tan asquerosamente terrenal como el no tener plata. Sin embargo, podría vivir con austeridad si mi plan de ser famosa y millonaria no da resultado. Cuando me lo propongo le doy cabida a la disciplina, y no sería la primera vez que tuviera que enfrentar los gastos de una casa con presupuesto limitado y sin derecho a pataleo. Lo que me traga es la incertidumbre. Sentir que no existe el bendito monto fijo mensual, al cual adecuarme y sobre el cual construir nuevos proyectos. Que no hay laminita en el espacio de los ingresos financieros de mi álbum de dos meses más, pero si laminita dorada, fluorescente, tridimensional en la casilla correspondiente al “costo de la vida”.

Ya sé que suena bonito, poético y bohemio eso de no tener una vida aburguesada y un sueldo estable. Pero mi existencia ya ha sido lo suficientemente bohemia, muchas gracias.
Y las cuentas seguirán ahí.
El Lucas seguirá ahí, preguntando cuándo se viene.
El hoyo seguirá ahí, precisamente porque lo único que sé es que no sé dónde seguiré yo… cavándolo en alguna parte, eso seguro.

(P, ésta te la dedico a ti)



martes, 28 de septiembre de 2004

Mejor confirme la hora de su vuelo...

Leo a María Zambrano para clases. Los sueños y el tiempo. Y tengo sueños extraños.
Cada vez más.


Siempre me ha intrigado mucho eso de dónde nos sumergimos mientras dormimos, qué es eso de soñar, de dónde salen las imágenes y los guiones que pueblan nuestros sueños.
No sé qué es menos perturbador, si pensar que salen 100% de nosotros mismos o la idea de que vendrían de un más allá que nos envía crípticos mensajes. En el primer caso significaría que hay un enorme, incontenible yo misma que no conozco ni por asomo. Y en el segundo que hay un enorme, incontenible más allá que tampoco conozco ni por asomo. Esa es la palabra. Asomo.

Nos asomamos en un algo primario, oscuro, donde no existen los amables y protectores caballeros conocidos como tiempo y espacio. Donde nuestra voluntad de diluye aunque no seamos sólo espectadores.

Nos asomamos en algo que se supone que nos está vedado.

Tal vez por eso me gusta tanto soñar, después de todo. Y saborear mis sueños al despertar, intentando retenerlos para enriquecer la realidad unívoca que me recibe. Antes los escribía, pero el escribirlos me hacía perder ese gustito inmediato, ese hundimiento que busca recrear lo perdido, el abandono que se ofrece desmigajado como un doloroso tributo por volver a la vida.

Anoche volvía a Chile. Entre maletas y cajas precintadas, entre familia que me rodeaba con una velada ansia de que ya partiera, entre decisiones importantes de qué llevarme y qué dejar, un poco de ese oscuro entraba dentro de mí, dejando un hueco que no se protegía de esa inmunidad de los sueños, porque era un abismo dentro del abismo. Algo no sabía, algo decía que la composición fallaba, algo no se sometía a las propias reglas del soñar.

Cuando mi padre me preguntó a qué hora me iba, de alguna forma ya sabía lo que iba a pasar. Saqué el billete de mi bolsillo y leí “17:30”. El reloj de la cocina, redondo, austero, un reloj sólo números, decía 17:50. “Todavía falta un rato”, murmuré, sin atreverme a decir otra cosa.
¿Quién escribió que perdiera el vuelo? ¿A quién se le ocurrió que estuviera tan abstraída tratando de descifrar qué me ocurría, que mirara el pasaje 20 minutos tarde? ¿Por qué 20? ¿Por qué 17:30? ¿Por qué de alguna forma que no sé describir ya buscaba una significación, alguna especie de respaldo para esos 17:30 lo que sea, aún antes de despertar?
Me pregunto cómo sería si al despertar pudiéramos ver nuestros sueños íntegros, como en una película, con todo lo que no podemos retener en el cuerpo ni adentrar en la mente. ¿Seríamos capaces de soportarlo? ¿Nos serviría para entendernos más o sólo aumentaría nuestro desconcierto?

Hay mucho del mundo que no conocemos o que no entendemos, mucho que no manejamos. Sabemos que el cerebro sólo funciona con una porción mínima de su capacidad, y existimos así, con una idea vaga de que hay un algo enorme e inabarcable que se nos escapa, que no somos capaces de pensar, y por lo tanto de dotar de existencia. Cuando soñamos de alguna forma nos sumergimos en esa enormidad velada, de alguna forma que nos provee de un equipo que nos permita tolerarlo. Pero anoche algo falló en ese equipo, se coló una grieta de “vida real”, de vigilia vulnerable, que no pudo tolerar estar en el centro del todo. Donde somos inmóviles.


viernes, 24 de septiembre de 2004

Simplemente dolor

Lo que pasa con mi clase de los martes y jueves es que no me doy cuenta de lo que me están diciendo hasta que salgo. Ahí empiezo a darle vueltas y vueltas a las frases que Gárgamel ha ido depositando en nuestras cabezas con cara de todos los días, como si estuviera hablando de la cosa más tonta e intrascendente del mundo, de las últimas noticias del jet set nacional o de las cañas que se tomó el fin de semana.

Pero no, está hablando de temas grandes, gruesos, grávidos. Joyitas como ésta: el dolor y la capacidad de sobrevivirlo. Fuerte el asunto.

No es el dolor el que nos mata, el que nos trunca, el que nos convierte en guiñapo humano, dice. Es la forma en que lo afrontamos. El dolor nos quiebra el sentido, pero si encontramos la forma de incorporarlo a la vida, de entenderlo como parte de la misma, se evita el daño.
Daño sería lo realmente insoportable, lo que nos fragmenta este sentido sin vuelta, lo que nos aniquila. El añadido no sanador del dolor, y como tal es 100% obra nuestra. Al exigir explicación donde no la hay. Al negarnos a aceptar que algún espanto indeseado entre en nuestras existencias programadas.

Finalmente nos suelta esta frase:
El daño desconfía de la vida, y acaba con todos los sentidos posibles. El dolor tiene esperanza de vida.

Todos tenemos al menos un dolor. Del mío ya he hablado antes, y ante él me rindo o me rebelo en forma intermitente. Es un dolor que rebosa esperanza de vida, pero que aún así no sé por dónde cogerlo.

Mi niño precioso

Hay días en que pienso en el Lucas y se me pone todo duro por dentro, y ese duro inasible empieza a pujar, con insistencia, como si se me fuera formando una angustia solidificada a la que le urge escaparse por entre medio de mi piel.

El organismo es un arpa de dolor con mil cuerdas

Cuando tenía 19 años no podía creer mi desgracia. Miraba el test de embarazo que tenía entre las manos pidiendo que sólo fuera una pesadilla. No, eso no me podía pasar a mí, eso no estaba dentro de mis planes, no encajaba en mi proyecto de libertad.

Una vez crucé la calle para que una compañera de colegio no me viera cargando mis 6 meses de evidencia. No era vergüenza lo que sentía. Era fracaso. Fracaso en gestación. Y sobre todo sinsentido.

Al Lucas aprendí a quererlo. Durante estos 8 años he ido creando un amor más enorme y firme del que jamás imaginé que iba a sentir, porque no me lo regaló nadie. Lo construí pedacito a pedacito. Adquirió un sentido pleno, se convirtió en un tesoro. Ahora más que nunca.


A veces el Lucas no me habla. Lo llamó por teléfono y me dice que lo aburro, que está viendo los Simpsons, que no tiene ganas de conversar conmigo. Y me corta.

A veces es mi niño ángel, y con voz dulce me susurra que me extraña, que quiere que estemos juntos. Que CUÁNDO va a estar conmigo. Construye una doble vía para mi amor. Y ahí es peor. Porque mi dolor no se nutre de sí mismo, sino que del suyo. Y porque yo no tengo ese cuándo en mis manos.

La separación. Kilómetros de separación repartidos entre mis venas. El sentido me lo repito casi todos los días. Que es por él. Por su futuro. Que después todo será mejor. Me aferro a ese después a falta de un ahora. Y segundos más tarde quiero salir corriendo, y nadar el Atlántico, y una voz me grita “¡qué estás haciendo, en qué estabas pensando!”. Madre antinatura, nunca dejarás de ser una madre antinatura???

Sin embargo por él me arrancaría los ojos, me prostituiría, me dejaría morir de hambre.
Y no lo digo porque sea bello, ni para quedar bien. Simplemente es así, sin más mérito que el ser.

Miro por la tele a una mujer de 86 años. Con los ojos hinchados y una voz esquelética pide por la vida de su hijo. La tensión, el dolor indescriptible que no la suelta ni por segundos hace que no soporte más ese sólido infinitamente mayor que el mío (ante el cuál me siento bendecida), y termina hospitalizada. Es la madre del británico Kenneth Bigley, uno de los muchos secuestrados en Irak. Yo no sé qué esperanza de vida puede tener un dolor así, no sé qué esperanza de vida le queda a ese hombre, si es que está vivo. Sé que cuando aparece en la tele algo me duele, y que a veces cierro los ojos o cambio de canal, porque no puedo soportar verlo de esa manera, suplicando a una muralla inconmovible que interceda por él. Que lo salve por los suyos, los que sufrirán con su partida. No llora cuando habla de sí mismo, sí cuando recuerda a sus seres queridos. Y esa mujer, para la cuál Kenneth se ha convertido en dolor puro - su HIJO, carne de ella, el llamado a cerrar sus ojos y precederla -, ve cómo su mundo se rompe con violencia, y seguramente todo lo que ha alcanzado y aprendido en su larga vida, todo lo que soñó durante más de medio siglo de maternidad, es ahora el más cruel de los absurdos.
Un ahora horrible sin después.

Palabras grandes, y sin embargo no son más que una sombra indigna.
Dolores tan grandes que no conciben añadidos, porque nada más cabe dentro de ellos. Porque simplemente explotan dentro, arrasando con todo.

Sólo por compartir

Inevitable postear esta noticia, con la que me topé navegando por Emol. Insólita, triste. Pero lo más triste de todo, para algunos divertida (o si no, pregúntenle al juez).
No tengo más que decir. Me he quedado estupefacta.
Anonadada.
Atónita.
Pasmada.
Desconcertada.
Boquiabierta.
Patidifusa.
Plop!

Irán:
Mujer pide a juez que marido la golpee sólo una vez por semana
Miércoles 22 de Septiembre de 2004
Ansa

TEHERAN.-
Una mujer iraní, cansada de los golpes de su marido, le entabló juicio y pidió a la corte que le ordene pegarle sólo una vez por semana y no todos los días, escribió hoy la prensa de Teherán.

El diario Aftab dijo que la mujer, Mariam J., no pidió el divorcio ni se lamentó de su vida matrimonial, excepto por el hecho de que marido la golpea todas las noches.

“Pero está en su naturaleza -dijo- y no creo poder impedir este comportamiento recurriendo a la magistratura. Lo único que pido es que me golpee sólo una vez por semana”. Ante sus palabras, el juez y el público presente estallaron en risas.

Cuando llegó el momento de declarar, el hombre negó que golpee cotidianamente a su mujer, pero se dijo convencido de que de vez en cuando un tratamiento semejante es oportuno. “Una mujer -dijo- siempre debe tener miedo del marido, para obedecerle”.

Finalmente el juez le hizo firmar al marido un compromiso oficial de no golpear más a su mujer.


martes, 21 de septiembre de 2004

Para todo espectador

Después de todo, mi celebración alternativa del 18 no terminó nada de mal. Cena en casa de Nadia, aprovechando la ausencia de Isolina. Loreto, pobrecita ella, andaba patiperreando por algún rincón del país, así que fuimos los ya habituales: la gentil anfitriona, la damisela que les escribe y los nunca bien ponderados Ismael y Hernán. Bueno, y Julián el infaltable, que suele asomar la nariz cuando ya nos hemos tragado todo y hemos pasado a la etapa “desparramo en los sillones”, también conocida como “momento de la estimulación mental”.

¿Qué puedo decir de un encuentro entre 5 amigos que no haya dicho antes? ¿Importa el menú o si esta vez tomamos gin en vez de vino? ¿El apetito de los comensales? ¿El color de nuestras camisetas? ¿Las frases más ingeniosas de la noche? ¿Los minutos que fueron usados en reírnos o cuántas confidencias intercambiamos?

Puedo decir que fuimos niños y gozamos, jugamos y nos divertimos, usando como pretexto un salón en penumbra y una artillería de preguntas subidas de tono, picaronas, indiscretas dentro de lo permitido, disfrutando de esa comunión rara que nace de conocer la postura favorita en la cama del que tienes al lado. Pequeñas intrusiones que no perdían su liviandad, con derecho a omisión y una tapita de gin como castigo. Una regresión a los 15 años, con más oscuridades que compartir pero a la vez una mente que se ha ido aclarando con los años, menos escandalizable frente al aumento de carne en la parrilla. O sea, en estas épocas de desenfreno, un capítulo con horario apto para todo público. Y como tal, debe tener un final feliz. Un mensaje de esperanza.


¿Cuándo te empiezas a sentir parte de un lugar?

Tal vez cuando vas caminando por la calle, después de una reunión de amigos, y te sientes como el protagonista de una serie de TV, esas donde salen muchos tipos pasándola bien en una gran ciudad, juntándose a cenar y contándose sus rollos. Y estás ahí, con el guión en la mano, lista para decir la siguiente línea y te das cuenta de eso, de que estás ahí, que el papel es tuyo, que eres tú. Protagonista. Tal vez menos glamorosa que Rachel, seguramente menos divertida que Phoebe, con cenas donde el arroz se quema en la olla y el postre viene en envase plástico, donde hay problemas que no se curan con la frase divertida de tu compañero de reparto, pero a cambio tienes risas que son de verdad, no carcajadas de cartón envasado. Y con días que quieres agarrar para que no se vayan, para ponerlos en el portafolio de los capítulos favoritos, los grandes éxitos de tu propia serie. Amiguitos, vol 1.

Te sientes parte también cuando te quedas a dormir donde una amiga y te pones sus bragas y su camiseta, sin preguntarle si puedes usarlas porque ya está dormida. Y cuando al otro día te las llevas puestas a tu casa. Cuando te vas de su casa a la hora que se te antoja, sin mirar el reloj o buscar en su cara signos de cortesía. Porque no estás de visita. Simplemente estás.

Cuando iba caminando hacia mi casa pasé por una esquina que me encanta, Alcalá con la calle de Villanueva. Siempre que paso por ahí saludo a mi tata, porque esa es nuestra calle, la que lleva nuestro nombre, y desde ella me mira esperándome. Lo dejé anciano y muriendo, hace más de un año en una maldita clínica de Santiago, lo dejé en un cementerio de verdes y apagados cerros, al otro lado del océano. Y en esa esquina lo he encontrado, rejuvenecido y sonriente, y detrás de las vidas que se asoman por los balcones que dan a la calle flota un aroma que huele a colonia inglesa y talco, a un huequito propio en el mundo.

Cuando iba caminando hacia mi casa pasé por la calle de Villanueva y supe cuántos pasos exactos faltaban para la pastelería que está un par de cuadras más allá, la que tiene ese pan tan rico que me encanta y que a veces compro por el puro placer de entrar después en mi piso, con una bagette debajo del brazo, y disfrutar de la deliciosa sensación de dejar las llaves sobre la mesa y sentirme en casa. Una sonrisa y digo corten, antes de darle una mordida a la barra. Aún está calentita.

sábado, 18 de septiembre de 2004

Bueno ya, hablemos del 18

Image Hosted by ImageShack.us Me levanté a las 5 de la tarde porque anoche, como ya es tan habitual, me desvelé. Me fumé un cigarro. Me tomé un vaso de zumosol de naranja. Prendí la tele y la apagué a los 5 minutos. Me duché. Revolví mi clóset buscando qué ponerme y dejé mi pieza hecha un desastre de ropas languideciendo por el piso. Hice mi cama por lo menos (¡aleluya!). Prendí el computador y respondí 2 mails. Contesté el teléfono pero era equivocado. Lavé 3 platos, 2 vasos (yo tomo directamente de la lata), una olla, 3 tenedores y una cuchara de palo. Abrí 4 veces el refrigerador y lo volví a cerrar. Me fumé otro cigarro. Me corté las uñas. Escribí un post.

Ese ha sido mi 18. ¡Feliz cumpleaños mi Chile Chile lindo! Aunque no haya hecho nada patriótico. Aunque no haya sabido estar a la (ALTURA) de las circunstancias…

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viernes, 17 de septiembre de 2004

Aigüish!

Hoy tuve clases con Gárgamel. “Razón y corazón”. Bueno, el martes también, pero ese día no tenía ganas de escribir. Y me di cuenta de cuánto me gusta estar en clases. Que si se pudiera elegir por profesión ser estudiante perpetua, yo feliz.

La cosa es que parece que a Gárgamel le agrada mucho dar este curso. Como que se inspira y se pone más accesible, entusiasta, casi simpático diría, si no fuera porque en el fondo lo encuentro un tipo de lo más simpático al que le jode serlo y se hace el puerco espín. Así que salimos de clase en estado de gracia, y nos fuimos con Nadia e Ismael a despaturrarnos al bar de César. Al ratito llegaron dos tipos que también toman el curso además de Camila y Hernán. El nunca bien ponderado Ismael los llamó para que se nos unieran en nuestros craneos existenciales post clase, y hacer una juntada de aquellas... Aunque no es de bares de lo que quiero hablar, de eso ya he posteado bastante (para esta semana por lo menos).

Bueno, en clase hablamos de la poética del conflicto, que sería en palabras simples la oposición entre los deseos y la realidad. Da para 1 megablog, pero en la verdad es que hoy tampoco tengo muchas ganas de explayarme. Aunque me dio harto que pensar sobre las cosas que deseo y su realidad.


- Deseo abrazar al Lucas. La realidad es que él está en Chile y yo en España.
- Deseo tener un pantalón rojo que vi en H&M. La realidad es que el pantalón es del dueño de H&M y no mío.
- Deseo tener dinero para no tener que preocuparme de él. La realidad es que casi no me queda plata en la cuenta y que me torturo todos los días con el maldito tema.
- Deseo tener trabajo, para sentirme un ente productivo y no tener que recurrir más a las aportaciones solidarias de mi padre. La realidad es que no tengo trabajo, ni oferta de trabajo ni permiso para trabajar.
- Deseo una casa grande, con balcón, luz de día y un alquiler bajo. La realidad es que mi piso es una mierda, caro, chico y oscuro.
- Deseo tener los ojos azules. O verdes. O esmeralda. La realidad es que no. Y ya.
- Deseo hacer el amor. La posibilidad en este caso, que depende de mí convertirla en realidad, es que puedo tener sexo. Cuando mucho con ternura.
- Deseo fumarme un porro. La realidad es que no tengo.
- Deseo que los chocolates enflaquezcan en vez de engordar. La realidad la conocen todos.
- Deseo ganarme el sorteo de la ONCE (algo así como el Kino, pero aún más sustancioso). La realidad es que nunca me lo ganaré, porque ni siquiera compro cupones.
- Deseo ver las últimas temporadas de Friends, ER, CSI, CSI Miami, Scrubs, As if, Death like me, Seinfeld, The OC, Will & Grace y That’ 70s show. ¿Me pongo más exigente? Subtituladas sería lo máximo. La realidad es que la malla programática me da a elegir entre Crónicas marcianas, Aquí hay tomate, Gran hermano o TNT, todos sendos exponentes de lo más infumable de la carroña farandulera. Y poco más.
- Deseo pasar el 18 de septiembre junto a mi familia, celebrar con mis amigos, ir a una fonda, bailar cueca, comer empanadas y tomar chicha, ver banderitas en los balcones y no ser la única loca que ande cantando chi-chi-chi, le-le-le por las calles. La realidad es que mi familia está lejos y sin posibilidad de viajar a verme, al igual que mis amigos chilenos, que en España no hay fondas ni ramadas, ni chicha ni empanadas de pino ni banderitas rojiazules, y que mis amigos de acá seguramente no tienen ni idea de por qué el 18 de septiembre es especial para mí (lo cual está bien, yo tampoco sé cuándo celebran su independencia… JAJAJAJA).
- Deseo -siguiendo en la línea alimenticia- comerme un pan con pebre (si es una hallulla mejor), un alfajor Lagos del Sur y un pastel de choclo. La realidad es que ni siquiera puedo buscar algún símil a tan preciados alimentos, ya que en mi refrigerador agonizan dos huevos duros, una manzana medio podrida y medio litro de leche.
- Deseo que desaparezca Bush de la faz de la tierra. La realidad es que más de uno lo debe haber intentado, seguramente teniendo más recursos que yo, y ahí está, vivito y coleando. Yerba mala nunca muere dicen por ahí.
- Deseo que mi computador deje de hacer ruidos raros y de apagarse en los momentos más inoportunos. La realidad es que debería estar agradecida de que por lo menos no haya explotado.

- Deseo ir a un recital de Queen. La realidad es que Freddy Mercury está muerto y que Queen ya no existe.
- Deseo terminar este post. La realidad es que aún me quedan unas cuantas cosillas por decir.

¿Qué se hace entonces con el conflicto? Un señor llamado Platón, algo famosillo él, decía que los conflictos se producen porque alguien cree que sabe, que tiene la verdad, lo que implica la negación del otro, y la solución estaría en un mundo abierto y dialogante, en el asumir que no se sabe. Esto supone estar siempre transcurriendo, “en tierra de nadie”, porque nada se cierra.
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Después apareció otro tipo, un tal Aristóteles (también buen cabro, aunque un tanto peliagudo) que dijo: “No, este señor Platón está medio loco, los problemas siempre van a existir así que eso de abrir o cerrar da igual”. Y después agregó que para liberarse del conflicto el hombre tiene que representarlo frente a los otros, para que la conciencia se pueda enfrentar a él, y luego seguir 3 pasos:
- Saber qué es lo que pasa (escuchando para esto solamente a la razón)
- Tomar una decisión (mezclando acá razón y corazón)
- Una vez tomada, llevarla a cabo “con voluntad firme e inmutable”.
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OK. Me queda muy claro. Pero yo me pregunto: sabiendo esto, ¿aparece el pantalón rojo en mi clóset? ¿Me puedo tragar dos kilos de chocolate y mañana despertar hecha una sílfide? Vamos a ver, tomemos uno de los conflictos (el más simple para hacer el cuento corto) y veamos que pasa: me quiero fumar un porro.

Según Platón: En realidad no sé si me lo quiero fumar, nunca tengo la razón, mejor me voy a dialogar con los niños que juegan en el parque.

Según Aristóteles: Represento este conflicto frente a mi amable “público lector” (prueba superada) y luego prosigo con la parte difícil del asunto, los tres pasos.
a) ¿Qué pasa?: Que soy una vil porreta.
b) ¿Qué decisión tomo?: Seguirlo siendo, porque fumar es rico. Y no mucho más, ya que no tengo dónde conseguir el preciado elemento. No hoy por lo menos.
c) ¿Qué llevo a cabo con voluntad firme e inmutable?: Quedarme con las ganas. Esperar que vengan tiempos mejores.

Ya, muy bonito todo, pero… ¿y el porro???????

SOS (y no, no tengo ganas de comer arroz).

Parece que me estafaron. Que me devuelvan los 530€ del curso…

Bueno, estoy viendo que no voy a avanzar mucho por este camino, así que ya me voy. Por lo menos uno de mis deseos se ha hecho realidad hoy.



martes, 14 de septiembre de 2004

"Mijita riiiiica"

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Uno de los pocos recuerdos buenos que me quedaron de mi relación con Romualdo es la sensación de ser deseada las 24 horas del día. En permanente observación casi sicopática, inundada por su inabarcable capacidad de apetencia. Me acuerdo de muchas discusiones por su costumbre de darme agarrones impíos por la calle o meter la mano en lugares poco aptos para ser tocados en público. Durante años no usé falda para mantener tanto ardor en un cauce controlable.

Lo otro eran los piropos. No muy elegantes por cierto, pero decididamente intensos y originales. Estilo “maestro de la construcción” con toques de extravagancia artística. Frases calientes que me susurraba en los instantes más inesperados con una incontinencia tan inspirada como primitiva. Verdaderas eyaculaciones verbales que generalmente no supe disfrutar en su momento, como suele hacerse con lo que se tiene en abundancia.

Es más, llegué a creer que siempre iba a ser así. Que todos los hombres iban a enloquecer de sólo olerme, o que iban a alucinar con las estrías de mi estómago y con mis “tetas de adolescente” que a él tanto le gustaban porque cabían en una mano. Que bastaba un gesto ínfimo para poner en marcha la facilísima maquinaria hormonal masculina. Ahora me río de mí misma (un poquito vieja para ser tan ingenua, ¿no?), así que no necesito que nadie más lo haga.

En la vida me han dicho muchas veces que soy inteligente. Y simpática. Otros menos clásicos, pero también recurrentes son: buena gente, buena onda, “especial”, divertida. Pero todo eso es una mierda. No sirve de nada, porque la mayor parte del tiempo las chicas no queremos sentirnos inteligentes ni “súper simpáticas”, sino bonitas. Sexys. Deseadas. Puede ser porque nos creemos más fácilmente inteligentes que bonitas, y no necesitamos que nos lo recuerden para darnos cuenta. O que precisamente al ser inteligente no se necesitaría a nadie que te lo diga porque la inteligencia estaría por encima de tan nimios estímulos. No sé, tampoco pretendo hacer un tratado de la psicología femenina, y obviamente que no hablo por todas tampoco, las hay segurísimas de sí mismas sean o no despampanantes, y no creo que Claudia Schieffer necesite algún tipo de refuerzo en el campo estético. Pero la gran mayoría sí.

Hace tiempo que no me dicen un buen piropo. Algo que le dé de comer a mi ego y me haga sentir uniquísima en medio de un mar de habitantes terrícolas. Y puede ser tan simple, basta con salir con el chico que te gusta y que al verte sonría y mueva los labios con una frase alusiva a lo bien que te ves ese día para ganarte un pasaje al planeta de los elegidos. Una golden girl bañada de luz. Si bien he salido con unos cuantos chicos después de la última descarga mental de Romualdo, hace mucho que no viajo por esos halagüeños lares.

Bueno, también se pueden decir con la mirada, pero yo me cansé de tener que interpretar gestos. Y las miradas se desvanecen más fácilmente que las palabras. Son menos atesorables para la posteridad, por más que “valgan más que mil” de las otras. Lo que es yo, prefiero quedarme con mis milésimas en decibeles.

Además un piropo suele ser más específico que una mirada, más focalizado. De ahí también su tangibilidad. Por sus piropos los conoceréis, o mejor dicho, conoceréis lo que les gusta de vosotras. Por ejemplo, sé que Romualdo se extasiaba con la suavidad de mi piel, así que a veces potenciaba esos encantos con un baño de tina cargado de aceites para el cuerpo, o que Pedro, el fotógrafo de Valparaíso, habría elegido mis piernas como su lugar favorito. Entonces, a desenterrar la falda e irse a la cama con una camisa de dormir cortita…

No me había dado cuenta de la falta que me estaba haciendo ese coito alfabético en miniatura hasta ayer. De puro curiosa me puse a revisar los archivos antiguos en la blog de Hipólito (nombre webartístico: Barro). Y llegué al post del 6 de diciembre de 2003: la inauguración oficial del bar de mi hermana. No esperaba encontrarme como protagonista de un post perdido. Pero menos esperaba toparme con una frase como ésta:

“Verónica está espléndida, lleva un vestido rojo ajustado que la hace ver aguda y voluptuosa. No cabe duda de quién es la anfitriona aquí. Es un gusto poder verla tan dueña, le sienta bien”.

Son tan lindos los piropos. Tan resucitadores de ánimo, tan fáciles de decir. Requieren tan poca energía y en cambio mueven tanta. Y además son gratis. Aptos para cualquier boca.

Nunca antes me había visto como una mujer espléndida (menos aún voluptuosa). Nunca había tenido la imagen de mi misma como el alma de la fiesta, la anfitriona sin lugar a dudas de algún lugar. Hasta ahora. Lo leo y me siento absolutamente jetsética, tanto que si fuera hombre me enamoraría de mí misma. Así que tomo la imagen que me regaló Hipólito y la guardo para tiempos de vacas flacas, como un elemento más que desenterró una buena noche a la cual acudir cuando la autoestima escasea. Una noche en la que Pedro no dejaba de sacarme fotos, Mariano -que nunca me había hecho caso- me miraba con cara de “lo que me perdí” y Clemente, en avanzado estado etílico, me hizo una declaración tan sentida que me impulsó a darle un beso de lo más cinematográfico de la pura emoción, algo que no consiguió en los 5 años que fuimos compañeros en la U (y durante los cuales se declaró permanentemente para después decirme lo mucho que me odiaba). Por cierto, su discurso incluyó más de una alusión al famoso vestido…

Decía que me quedo con la imagen. Para usarla como arma secreta, como una munición extra a la hora de afrontar este duro mundo de mudos mirones. Hasta que alguien recomponga el quebradizo amor propio femenino con el próximo piropo.

¡Ah! Y al que me diga que soy inteligente, ahora sí que le pego. La única vez que me gustó escucharlo fue hace años, en boca de Romualdo. Que por cierto, odiaba que lo fuera. Tal vez por eso sólo lo dijo una vez.

(Morrales, en una clase de novela, dijo que había que confiar en el lector, y no dar demasiadas explicaciones. Eso hago. Y ustedes son astutos... además de simpáticos y buenas personas. Así q' saquen sus propias conclusiones)
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lunes, 13 de septiembre de 2004

Operación currículum

Ayer fue un “día Madrid”. De los buenos. De esos que me hacen recordar que estoy acá y agradecer mi pertenencia al grupo de los elegidos, los que se fueron del país no porque los empujó una existencia paupérrima sino que una picazón en el cuerpo, los que quisieron, los porque sí, aunque yo nunca haya soñado con Nueva York ni me quejara de nuestra gente y de su ropa, como decía Jorge González en la canción... En fin, un día de esos que me reconcilian con esta extraña búsqueda de rumbos más interesantes, más ricos culturalmente y todo ese cuento más open mind. Claro, eso no quita que uno se vuelva patriota estando lejos, y anhele a veces salir a caminar por la cintura cósmica del sur, pisar en la región más vegetal del viento y de la luz y sentir al caminar toda la piel de América en la piel y todo el rollo.

Que bonito me ha quedado. Es que estoy inspirada hoy… Jeje.

Pero otros días es como escribió la Pili en un comentario a otro post: “Estoy segura que en un tiempo mas me entenderás, y todas esas horas persiguiendo a Maya, separando la basura, caminando por caminar van a ser topísimos y querrás volver a vivirlos”. Siempre lo digo, ya estoy jodida. Si me quedo, extraño mi Santiago de siempre, el negocio de Miguel con su Coca Cola a 100 pesos, Valparaíso y su caos en colores, los árboles de la esquina de la casa de mi madre, el Tavelli, las marraquetas, el Danky Nogatonga, el Parque Forestal un domingo por la tarde y muchísimas, pero muchísimas otras cosas. Pero si me voy andaré llorando por un buen chorizo o un postre Tartufo, por las 14 líneas de metro y los buses brillantes y olorosos (parecen juguetes de lo bonitos), por Women´secret (el palacio del consumista de ropa interior) y el parque del Retiro, los balcones, la Plaza Mayor, la Fnac con sus miles de libros, los bares de Malasaña y… lo dejo hasta acá, porque en este lado de la lista también podría pensar millones de cosas que enumerar. Es más, en este momento sólo se me ocurren tres cosas de Madrid de las cuales prescindiría: la tele, incomentable; los patios interiores, con su desquiciada y desquiciante exhibición de la intimidad y los ruidos corporales de los vecinos (un campo fertilísimo para el estudio de la sicología y la sociología humana en todo caso, pero no recomendable para espíritus sensibles) y EL bocata de tortilla (un vil pan con papa, vamos, por más que Pau se esfuerce en defenderlo).

Bueno, la cosa es que ayer me levanté y me fui donde Rebeca. Estaba triste y yo con ganas de verla y tener una tardecilla para las dos solas, así que me apertreché con artillería “levanta ánimos” -una peli, un vino y cositas para picar- y me fui craneando una estrategia resucitadora por el camino. Llegando a la Plaza de Toros decidí que lo mejor era simplemente escucharla, y agregué unos chocolates al equipo. Estuvimos conversando hasta la noche, cuando me tuve que ir porque había quedado de juntarme con Antonia y Gabriel para ir a un recital. Tocaban unos amigos suyos, también chilenos (Akinetón se llaman) en la Sala Siroco, y la verdad es que estuvieron bastante bien. Muy graciosos e interactivos los muchachos. Una pequeña reunión de compatriotas que vino muy bien para mi primer 11 de septiembre lejos de los titulares con la foto de Pinocho y de las protestas de siempre, encapuchados en el Piedragógico, bombas molotov y pacos dando lumazos con sana energía…

Al final partieron todos a una comida, y aunque estaba invitada y había varios chicos interesantillos en el choclón me tentó más la idea de enfilármelas rumbo a Malasaña, a ver si por ahí pillaba a Nadia en El Alivio. Mucho desconocido con quien socializar, y yo andaba en una onda de más relajo mental. Pero no me acordaba cómo llegar al bar en cuestión, así que finalmente la llamé y nos juntamos en la plaza del 2 de mayo. Estaba con Isolina, su hermano y su primo. Que andaban con ganas de bailar. Y a bailar nos fuimos, al ritmo de unos tambores que tocaba un negro de rastas enormes para hacer olvidar a los asistentes que estaban escuchando música house. Buffff. La cosa se puso buena cuando el negro se puso a tocar los tambores con su polla, pero ya había llegado Julián y partíamos hacia otros rumbos. Después no me acuerdo de qué hicimos, algunas cosas no muy santas probablemente, y al final terminamos en el Déjate Besar, un lugar “muy pijo, muy pijo”, como decía Nadia arrugando la nariz antes de entrar, aunque fue la que mejor se lo pasó de todos, y al final se fue sólo porque cerraron, sin arrugar nada y cantando "vamos a un after hour" a viva voz por tan elegantes barrios.

A las 4 de la tarde me liberé de la bruma etílica hoy. A las 9 había quedado con Nadia para poner en marcha el plan pro empleo. Tiempo suficiente para mi lista de indispensables del domingo: ducha, almuerzo, meditación intrascendental y orden urgente de mi pieza (ay madre, si me parece estarte escuchando… ¿ya pusieron huevos en el gallinero?). Pero hoy la santa mujer habría tenido razón, hay visitas acampando en mi comedor (una amiga de Ernesto que está buscando piso en Madrid), así que la ocasión ameritaba un mínimo de dignidad. Después, caminata hacia los territorios de Nadia, una botella de agua en la mochila y mi viejo sueño erótico de la adolescencia, Anthony Kiedis, susurrando en mi oído su Sir Psycho Sexy: "Deep inside the garden of Eden, standing there with my heart on bleedin, there's a devil in my dick and some demons in my semen". En el trayecto conté 4 parejas gays de la mano, y yo feliz por ellos y feliz por mi amigo Barro, porque cuando venga podrá andar tranquilo por la calle con sus novios, sin mirarle la cara a tanto compatriota amargado, sin preocuparse por estar haciendo un espectáculo con algo tan bello y acá tan exquisitamente cotidiano.


Se acerca Nadia. Plan en marcha...


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Lugar de reunión: la nunca bien ponderada plaza del 2 de mayo (la que se puede apreciar en la bella imagen de arriba. Va x tí Barro!)
Objetivo: ataque curricular a los bares y restaurantes de la zona.
Objetivo adjunto: ataque adhesivo de carteles -promocionando mis buenas artes cuidando niños- a los árboles y postes de la zona.
Gastos de representación: consumo inevitable de líquidos en algunos de los lugares visitados, una posterior visita a El Alivio y como 4 euros repartidos camino a mi casa entre los que pedían en la calle. La felicidad me pone más generosa...
Veredicto: Misión cumplida. Perspectivas promisorias. Hora de dormir.
Buenas noches.

viernes, 10 de septiembre de 2004

Al que madruga nadie lo ayuda... y se caga de sueño!

Hace más de dos semanas que quedo con Nadia para ir a repartir esos bellos papelitos con mi foto y mis antecedentes académicos y laborales que hace mucho tiempo y en una galaxia muy lejana ayudaron a la hora de conseguir trabajo. Pero siempre postergamos. Porque a ella le salió un plan a última hora. O porque yo no tenía ganas de salir. O porque mi amiga Heidi se puso a tener hijos. O porque los astros dijeron que el día no era recomendable. A fin de cuentas, o porque sí.

Con una simple cosa que hagamos, por pequeña que sea, podemos cambiar todo nuestro destino (¿Cambiarlo por cuál? ¿Y si nuestro destino ineludible no consiste en más cosa que cambiar nuestro destino ineludible?). Como sea, es el famoso efecto mariposa, que obviamente también funciona a la inversa, con aquello que dejamos de hacer: si usted no se pone a trabajar inmediatamente, toda su vida se irá al carajo y terminará vagando por la ciudad, indigente, leproso y medio cojo (Y si además de eso no se abrochara un zapato y no estornudara inmediatamente después, mejor ni hablar de las consecuencias aún más catastróficas que podrían desatarse).


¡Joder, que zuzto!

El mensaje cristiano-occidental que hay detrás de todo esto es que las cosas hay que trabajarlas. Moverse, ponerse las pilas, currársela. Laburar che! O sea, el panorama es más o menos el siguiente: sangre, sudor (ese que sale de su frente cuando se gana el pan, y si quiere algo mejorcito que un vil mendrugo con gusto a nada, mejor ni le digo dónde tiene que sudar) y muchos madrugones. Porque “al que madruga Dios le ayuda”. O algo así.

El problema es que a mí madrugar se me da fatal. Soy especialista en quedarme dormida en los momentos claves de mi vida –mi examen de grado o mi primer día de trabajo, por nombrar sólo algunos-, y si hay algo que me gusta es estirarme y volver a encogerme en la cama hasta que cada pedacito de mi cuerpo está listo para abandonar la deliciosa simbiosis que establezco con el colchón al despertar. Y una vez levantada, si las cosas se dan con calma mejor: un vasito de jugo, un cigarrito, un porrito, hojear el diario, un poco de zapping, tiempo para ducharse haciendo gorgoritos y minutos intrascendentes para no hacer nada, para relajarme mirando por la ventana con el último cigarro antes de salir a la calle. Y esto de salir, sólo si es necesario

(nota: el orden de los factores sí altera el producto).

O sea, si hay que ser una bestia trabajando puedo ser muy bestia, y sé lo que es casi vivir en un diario o pasar varias noches sin dormir por un examen de la U, o porque el Lucas no quería dormir el día después del mismo examen… pero cuando la ocasión no lo amerita, cuando no se requieren mis energías puestas a full en una tarea, cuando nadie sufre o agoniza por mi culpa, me gusta ser floja. Y hasta la médula. No sacarme el pijama en todo el día y no asomar la nariz al sol, preparar comida congelada, hablar relajadamente por teléfono y darmes largos festines de libros o banquetes pixelianos, en una danza perfecta con mi biorritmo de ameba… lo bueno es que me resulta muy fácil salir de esos estados cuando algo me motiva, pero para eso me tiene que resultar entretenido. Cualquier otra opción se transforma en una tortura. La maldición de la mañana sanguinaria.

Hoy tenía que ir a hablar con un tipo que es dueño de unas revistas. A ver si por ahí salía trabajillo. Hace dos días llamó a mi casa para que nos juntáramos, a la 1 de la tarde, y lo primero que me dijo fue “¿estabas durmiendo”? No, le contesté, con una voz de ultratumba que no engañaba a nadie. Luego de conversar un rato (sobre qué no tengo ni idea…) me dijo que lo fuera a ver “por ahí por el viernes”. Sin hora. Y yo, la señorita relax, miss cero rollo mental, pasé 2 días sicopateándome con la idea de haber quedado como un vil topo dormilón.
Así que decidí ir por la mañana a verlo, pa’ demostrarle que soy una chica normal que emerge al mundo a horas normales. No muy temprano eso sí, para no parecer muy desesperada (mmm, ¿sólo por eso?). Tipín 11 era la idea. O 12. Pero antes de que se fuera a almorzar.

Total que me quedé dormida. Me desperté a las 2, de golpe y mirando espantada al despertador. 4 horas después de lo planeado. Algo que hace un par de semanas habría sido considerado madrugón, pero hoy me quedaba fatal. Ya, pero la nueva Vero no se estresa por pequeñeces, así que sólo me torturé hasta el minuto 6 entre el porrito y la revisada rápida del diario (que compra Ernesto mientras yo estoy en mi segundo sueño). Y agregué leche con cereales al desayuno, para salir con el cerebro más alimentadito. Igual tenía que hacer hora hasta después de las 4:00. Los dueños de revistas difícilmente llegan antes que eso de almorzar…

4:00 PM: Salgo de la casa. Me voy caminando porque no es lejos, al lado del congreso de los diputados (Hipólito, antes que preguntes: cerca de la plaza de Cibeles, el Parque del Retiro y el paseo de La Castellana, metro Sevilla, antes de llegar a Sol, derechito por Alcalá). Tiempo normal, 25 minutos. Pero hoy no tengo ganas de caminar. El astro rey está inclemente hoy y yo me siento flotando en la estratosfera, pero al mismo tiempo me pesan las piernas y cada vez que muevo una hay una neurona que me hace sinapsis, mientras mis plantas acusan contacto con la especie de esterilla que tienen mis zapatos por suela. Y tanta información mental me agota. Justo hoy tenía que tener uno de mis días de flojera.

Llegué 10 para las 5. Resultó que el tipo estaba almorzando, así que tenía que volver más tarde. Para esto me levanté a las 2, no hay derecho, tuve el descaro de pensar, y con mi mejor sonrisa pedí un par de revistas para irlas hojeando camino a la plaza. La secretaria, muy simpática ella, me recomendó una cafetería cerca, pero debido a la incertidumbre perversa que aún se cernía sobre mi situación laboral, preferí la económica opción de compartir asiento con los jubilados de la zona. Como a los 40 minutos sonó el cuernófono.

Cuento corto: muy simpático el señor, muy simpática yo, muy linda su revista, muy bueno su currículum, muy tierna la foto de sus hijos, muy interesante el reportaje que me trajo con su buen currículum, muy profundo lo que piensa, mucho gusto bla bla bla pero por ahora las cosas andan flojitas, flojitas… la palabrita del día. Al final quedamos en que me va a tener en cuenta por si necesita a alguien más fijo, y que de todas formas si se me ocurre algún tema interesante se lo proponga, y por ahí si le gusta lo publica (“aunque no podemos pagar mucho eso sízzzzzzzzzzzzzzzzzzz)… vale decir que he pasado a ser colaboradora esporádica de su revista. Poco dinero pero un principio, una oportunidad para ir escalando la starway to heaven. Currársela por uno mismo, los diversos sudores y todo ese rollo. O sea que si me muevo y voy invirtiendo granitos de energía como hormiguita buena y laboriosa, si lo voy tapando de articulillos bellos y concienzudos voy a estar unos pasos más cerca de LA GRAN FELICIDAD, ese bicho que a todos nos pica, atrapándonos con sus cantos de sirena que vomita el paraíso. Aunque en mi caso el nirvana burgués tenga mucho más que ver con una necesidad de estrujar al Lucas hasta que se me olvide que he pasado tanto tiempo sin él, que con un deseo de comprarme un sofá nuevo.

Tampoco es que un sofá nuevo estuviera mal…

Debido a los virus religiosos que se incubaron en mi cuerpo durante tantos años de educación castrólica, a veces me poseen violentas convulsiones si no termino mis post con una especie de enseñanza sabia. Vamos, la cosa esa que va al final de las fábulas. Y como hoy me di cuenta de dos cosas, generosamente las comparto, como trémulas florcillas brotadas de mi alma para ser derramadas por el mundo…

- Si quiere tener dinero (para reunir a una familia, redecorar la casa o para tirarse unas líneas con los amigos, libertad de mercado al fin y al cabo) y no tiene padres millonarios a la vez que generosos donantes, herencia en vista o enamorado de situación prometedora –vale decir, si no tiene sobre quién ejercer de chupasangres-, como tampoco posibilidades de ganar un concurso o convertirse en estrella farandulera, MUEVA EL CULO.

- Eso sí. De no ser necesario (o más placentero que seguir durmiendo)… no lo mueva por las mañanas.

jueves, 9 de septiembre de 2004

“Te quiero amigui” (o el impenetrable club de la Pequeña Lúlú)

Día nuevo, Vero nueva. Esa es la idea. Este es el momento. Renovación total y toda la disposición síquico-astral necesaria para empezar mi nueva vida. Así que vamos con el paso uno. El principio del cambio.

Para comenzar lo que se supone que será la etapa “Oh, que entretenido, cuantas cosas apasionantes que pasan en mi vida”, partí con el rollo del cambio externo. Así que manos a la obra, le pegué un telefonazo a la Ale, a quién no veía hace siglos, y nos pusimos a despaturrar mi pieza. Luego de 3 horas de sudar con muy poca elegancia (yo me acordaba de los juegos olímpicos mientras le pedía a mis manos y piernas que dejaran de tiritar, en un último esfuerzo por mover mi mastodóntico armario) ya tenía otra distribución de muebles y kilos y kilos de cachureos (cachivaches pa’ los que no sepan) tirados en el suelo. Dios, va a ser que mi madre tiene razón cuando dice que guardo todas las tonterías que caen en mis manos y acumulo y acumulo cosas.

Bueno, no digamos que la Ale ayudó mucho. Más bien se tragó el almuerzo y luego se sentó en el suelo a disfrutar con mi etapa Rocky. Pero me entretuvo bastante con su conversación, que fue de esas buenas buenas. Igual que anteayer, con Nadia, que se pasó después del trabajo a dejarme un cerro de currículums que me imprimió en la oficina. Dios bendiga su fe, si tengo que entregar esa ruma de papeles me van a salir telarañas antes de terminar… y su sentido del humor, que me ha hecho tanto bien en este tiempo. Después de haber pasado tantas horas con “mis muchachos” de la escuela, de haber compartido eternas maratones de cine y atracones alimenticios con Pau y Timón, colándome sin escrúpulos en su club de machos peludos, después de las larguísimas sesiones existencialistas que me he mandado con Ismael y de vivir con Ernesto por más de medio año en los mismos 40 m2, como que reconforta volver a refugiarse en la compañía de otras féminas. Porque vamos a ver, una puede tener mucha confianza con un chico, pero difícilmente se va a sentar a reírse de lo peor de sí misma con la misma franqueza que con una amiga, mientras se arranca los pelos de la cara con una pinza oxidada.

Una vez le hice a un amigo una confesión. Le dije que estando con un ex novio, algunas veces jugaba a imaginarme que estaba con otro amigo, el cuál tenía un encanto medio oscuro que me traía de cabeza, aunque no me interesaba ser su pareja ni nada, a lo más darle por ahí un agarroncito mental o algo un poquitín mas sustancioso. Nunca tuvimos nada fuera de los confines de la imaginación, pero eso no me libró de recibir la mirada de profundo desprecio de mi amigo, como si de pronto yo fuera un bicho más repugnante que Gregorio Samsa en pleno proceso de putrefacción (con manzana incrustada en la espalda y todo).

La amistad entre chicas es menos estresante en ese sentido, te puedes mostrar más perversilla y hablar con más desparpajo, sin esa especie de pudor inevitable que conlleva el no compartir los mismos cromosomas. O en buen castellano, que no es necesario “hacerse la señorita”. Y es que entre chicas se puede comer con la boca abierta.

No me imagino contándole a un amigo todas las cosas que le he contado a Nadia o a Rebeca (muchas veces por el simple placer de escandalizarla, debo reconocerlo), por hablar de algunas amigas de acá. Tampoco me imagino hablando pestes con un lenguaje nada elegante sobre las novias de mi ex y mostrando los más profundos rincones de mi odio celoso, como tantas veces hice con la Isi mientras aplanábamos las calles de Santiago en su manzanita verde. Es que la negrura hay que tirarla para afuera para que no ahogue, pero parece que eso sólo puede hacerse en frente de quienes la experimentan igual que uno.

¿Conversaciones subidas de tono? Sí, con amigos las he tenido, pero siempre hasta cierto punto, siempre hay un Pepito Grillo que me dice “no te pases de esto” y no recuerdo haber sido tan francamente “guarra” como lo he sido hablando con la Javi, mi amiga flautista, o en mis eternos intercambios de confidencias orgánicosexuales con la dulce Joey Potter, desparramadas en mi cama y con todas las neuronas en estado de flotación. Y para que hablar de la Pili, mi roomy de siempre, que me conoce tanto que ya ni se toma la molestia de tratar de enderezarme…

Anteayer almorcé con Nadia y hoy con Alejandra. Y en ambos casos sumé arrugas a mi cara, de tanto descojonarme de la risa, y le resté kilos de enrollamiento existencial a mi recalentado cerebro. La receta es fácil, simplemente se consigue conversando sobre cosas intrascendentes, sin preocuparte de que dejen de serlo, y riéndose con total relajo de lo que sea, mientras una hoja de lechuga se asoma coquetamente por entre medio de los dientes.

domingo, 5 de septiembre de 2004

Luz, cámara, acción

Últimamente me la paso diciendo que mi vida es aburrida mientras espero que pasen cosas increíbles, que empiece de una vez por todas a desarrollarse una especie de guión espectacular que me va a traer –porque sí, porque me lo merezco (¿), porque se me antoja- fama, fortuna y sexo desenfrenado y placentero hasta los 90 años (bueno, de la fama prescindo, que por lo menos acá se ha convertido en una verdadera tortura, pero los otros dos deberían estar en la lista de derechos humanos inalienables del señor destino).

La cosa es que sigo esperando y no pasa nada. Así que como primera medida para hacer algo digno con mis últimos 62 años sexualmente útiles de vida me sacudí las telarañas y partí al cine, a ver si por ahí sacaba inspiración para escribir las primeras líneas de mi horror movie particular. A ver Mar Adentro. La de Amenábar. Esa con la que joden tanto en la tele. No sé por qué esa, me niego a aceptar que el casi anecdótico compatriotismo que compartimos haya tenido algo que ver en mi elección. Claro, el cabro es joven, talentoso y exitoso. Un verdadero ejemplo a seguir… bufff, nada, pura envidia no más. Así que por ahí no va la cosa. Tampoco por el asedio mediático. O por alguna patológica necesidad de sufrir. Digamos que porque sí. La cosa es que se me ocurrió ver esa película así que fui, derramé estrepitosamente las lágrimas que la ocasión ameritó y salí con cara de mapache y agradeciéndole a la vida no ser tetrapléjica. Luego me fui a juntar con Pau, mi amigo que se fue a vivir a París hace poco más de un mes (se iba a llamar Pancho, pero casi le dio un colapso emocional cuando se enteró de su nombre ficticio, jeje).

En Alcalá con Goya como en los viejos tiempos (mi Pedro de Valdivia con Providencia particular), y yo disfrutando aún del poder mover mis extremidades hasta que en algún momento de la noche vino la pregunta de rigor, esa que paraliza el cerebro: bueno, ¿y qué cuentas? Y hasta ahí me llegó la inspiración del día.

Nada, le dije, mientras me estrujaba las neuronas tratando de encontrar algún aporte a la conversación, pero sólo se me vino a la cabeza un mar de imágenes de mi misma vegetando por mi casa, vegetando por la vida, rodeada de luz artificial y de esperas: que sea más tarde para llamar por teléfono, que sea el próximo día para ver si viene más interesante, que sea el próximo mes para ver si… y entonces me di cuenta de que vine hasta acá para seguir subexistiendo, que el cambio de paisaje es sólo externo, y que la parte de mí que quiere viajar está donde mismo, diciendo lo mismo.
- Nada. No hay mucho para contar. Sólo novedades chiquititas.

Igual me alegró ver a Pau. Aunque reconozco que habría preferido una conversación más de a dos, aún sin tener mucho con que rellenarla. Como que necesitaba nuestra isla. Ese espacio que es sólo de ambos, esa arista de nuestra amistad que sólo muestra el filo cuando estamos solos. Un mundo construido con pedacitos del mundo de todos pero pedacitos que son de nosotros. O más bien creo que necesitaba saber si esa isla aún existe. Supongo que siempre me pasa con mis buenos amigos, como que en algún punto me estreso y empiezo a buscar detrás de cada gesto el reflejo de ese vínculo, su fortaleza, su realidad. Como si fuera una tarea que me mandaron del colegio, mantener alguna especie de sistema complejo funcionando, bien engrasado, que no suene. Pero a veces necesita hacerlo. O es la vida la que lo hace sonar, tronar o incluso estallar.

Y otras veces necesita que lo dejen en paz, así que esa fue mi reflexión sabia del día. Y me fui a la comida totalmente en paz con la existencia, y encontré la paz en una carne sanguinaria, que casi pataleaba de lo cruda pero que sabía mejor que el mejor lomo que he probado en Buenos Aires (de hecho creo que esa era la procedencia del pobre animal, así que ¡tres hurras por el lomo argentino!.. y por el chorizo español, claro) y en una caminata por el paseo de La Castellana que con un poco de imaginación y 7 meses en el cuerpo lejos de casa me llevó casi a sentir que estaba en el Parque Forestal. También encontré relajo para mi espíritu en una reunión multitudinaria de amigos de siempre –no los míos, los de todos los otros, pero que funcionaron de prestadito para mi gula de pertenencia-, y en una guerra de piedrecillas a las 3 de la mañana. Parece que después de todo no se está tan mal extra-guión, en los descansos del rodaje también pasan cosas, aunque no tengan efectos especiales ni música de fondo.

Ahora tengo que irme. Rebeca acaba de llegar de Puerto Rico y voy a verla para que me cuente de su viaje, para comer arroz tres delicias y tomarnos un vinito, darle a la lengua y aceitar un poco la máquina… Y a ver si en el camino pongo algunos acentos.
¿Alguien más sale a caminar con el único objetivo de ver si pasa algo increíble en la próxima esquina?

miércoles, 1 de septiembre de 2004

La basura en su lugar…

Cuando tenía como 12 años mi mamá fue a ver a una adivina para que le leyera las cartas. La mujer le dijo que yo iba a ser una ecóloga totalmente entregada a la causa de un planeta más limpio y entero. Ese fue el principio de la debacle… Porque por más que lo intenté, mi existencia poco tiene que ver con interesarse en salvar el amazonas o las ballenas de algún lugar, pero nunca pude dejar de sentir que en el algún punto del camino me había extraviando, perdiendo para siempre mi destino de furibunda conservadora del planeta y de no sé cuántas otras cosas más que me estaban deparadas y ya no fueron, cruzando pantanos infectados de mosquitos con mi camisa caqui, siempre dispuesta a algún sacrificio para preservar a un bicho en extinción... un catálogo de hechos que estaba esperando por mí, cuidadosamente colocados en alguna especie de estantería cósmica celestial. Lo único que tenía que hacer era vivir la vida como se supone que estaba prevista, en vez de irme por otro lado. O sea que torcí la linea del tiempo y me fui por una vía alternativa, como la que que salía en "Volver al futuro", no sé, tal vez en algún punto del camino no recogí un papel arrugado del suelo y en ese instante dejé pasar la iluminación divina, el llamado, lo que sea.
Y es en ese mundo paralelo en el que vivo hoy, siendo otra distinta a la que estaba llamada a ser, menos preocupada del prójimo de lo que me imaginaba de chica, y ya casi sin recordar las calcomanías verdes de "un planeta limpio" que pegaba en las ventanas de los autos o los carteles de prohibido fumar que ponía en la puerta de mi pieza... Pero como sea soy la yo que conozco, o tal vez no conozco tanto, eso es un intenso trabajo cotidiano, pero soy con la que vivo día a día, con la que me despierto, con la que me baño y salgo a la calle, hecha pedacito a pedacito con todo lo que me he permitido vivir. Y sólo podria soportarme a mí misma tal como soy ahora.

Eso si, no dejo nunca de separar la basura. Reciclar que le llaman. Un detallito que me encanta de este país -aunque a veces me tortura, un cartoncito fuera de lugar y ya tengo al insoportable pepe grillo dándome la lata- y que permite acallar mis remordimientos planetarios: la bolsita para los envases, la bolsita para papeles y cartones, la bolsita para los vidrios. Aunque no tenga –ni me quepan- 4 basureros en la cocina y la antiestética propulsión de bolsas plásticas repartidas por el suelo y colgadas de clavos no sea de lo más glamour. Por lo menos me vale como moneda de pago a cambio del permanente regalito de humo que le dejo a la capa de ozono. Aunque las pilas no las reciclo. Una vez alguien me dijo que las iban a tirar en Latinoamérica. Sí, sí, puede ser una vil calumnia, uno más de los mitos que intentan enlodar el nombre de este lugar que por cierto –ante críticas recibidas por críticas emitidas- me gusta mucho y se aviene muy bien con mi alma citadina. Y no de lo más ecológica. Pese a que creo que acabo de mandar un mensaje universal de reciclemos la basura. En una de esos agarro una curva secreta y vuelvo a mi destino original. Sí, reciclemos la basura. Aunque nos cueste.

Pero no las pilas… (por lo menos hasta que consiga aclarar el misterio de su destino final).