sábado, 30 de octubre de 2004

Días de amiguitos

Se va calmando mi estrés mental, se va calmando la sicopatía, el temor a colapsar, a quedarme dormida, a que se me abra en la cabeza en dos en el trabajo y emerja el lagarto que escondo bajo mi piel. Ya no llego a mi casa preguntándome cómo sobreviviré al agotamiento de un día más, ya puedo caminar más de tres pasos sin verme ridícula al salir de la tienda. Tengo más energías para seguir con esa otra vida que no es trabajo ni clases, que ocurre puertas afuera, para hacer otras cosas y recuperar amigos abandonados.

El miércoles cine con Ismael, aunque llovía con furia y no le habría hecho el asco a dormir algunas horas. Siempre un gusto verlo, no sé que tiene que me cae tan bien, si nunca invita a comer a su casa y llega tarde a todas partes, aunque su acompañante de turno se esté empapando a 1500 grados bajo cero… Pero bueno, se le perdona porque está por irse (un minuto de silencio por favor), así que para allá partimos, “singing in the rain”, Ismael intentando reparar sus culpas protegiéndome de la lluvia mientras yo insistía en convencer a su paraguas de que no se incrustara en mi ojo.

Siguiendo con nuestra costumbre de ver películas livianitas elegimos “Inconscientes”, una producción española, protagonizada por Leonor Watling y el cada vez más erótico Luis Tosar, que se mete en tono de comedia perversilla en el boom del psicoanálisis de la Barcelona de principios de siglo. Bastante bien, he de decir que me reí bastante y ni siquiera me llegó a molestar el Sigmund Freud algo rechonchito que aparecía por ahí…

Anteayer se pasó Antonia por la tienda, veinte minutos antes de que acabara mi turno, así que la dejé dando vueltas por Alberto Aguilera y luego me la traje pa’ la casa, donde compartimos el ritual de la abuelita –pancito caliente, pastelillos, té- y nos faltó poco para ponernos a tejer calcetines, con los huesos pegados a la calefacción y la lengua tiesa de tanto conversar. Sin embargo, la cercanía de mi clase con el paradójico Parral me hizo interrumpir tan idílico estado para salir a luchar contra vientos huracanados y temperaturas sanguinarias, siempre incansable en la lucha del cultivo intelectual.

(jeje)

Ayer fue un día Heidi, así que olvidándome de mi drama epicúreo (perdón, quise decir pedicuro… que me duelen los pies, vamos) salimos a pasear con su recién estrenada maternidad por Gran Vía y terminamos comprando libros en La Casa del Ídem, luego de comernos una ensalada de cangrejo y gambas absolutamente repugnante (dudo que algún cangrejo o gamba se sintiera muy identificado con el contenido del plato en todo caso) y pasearnos con cara de compradoras por El Corte Inglés para usar el baño, bastante poco higiénico por lo demás.

Hoy vendí un sillón de cuero de casi 500 euros y varias cosas más. Un buen día, aunque Domitila no podía disimular su escasa felicidad y se esforzara por tenerme ocupada en la bodega (almacén para estos terruños... gente extraña, qué se le va a hacer) para que no siguiera vendiendo. Parece que hoy andaba más estresada que nunca, estábamos todos arrancándonos de ella y sus afanes didácticos. Y es que le falta poco para corregir cómo uno toma el lápiz para anotar los pedidos… Bueno, paciencia, además nada podía destruir la felicidad que sentía de sólo pensar que el lunes no se trabaja. Así que cuando llegué a mi casa me armé un porrito y me dispuse a disfrutar intensamente de la no productividad, hasta que llegó Rebeca y nos entregamos a placeres más alimenticios aunque igualmente bienvenidos. La idea es irnos más tarde donde Nadia, que se va a juntar con Julián en no sé que lugar porque toca no sé quién a no sé qué hora… y de ahí a Sala Sol, a bailar y botar tensiones, aunque semejante panorama divida mi totalidad en un alma danzarina que vota a favor del proyecto y un cuerpo laboralmente explotado que no está tan de acuerdo con eso de que lo sigan sacudiendo. Pero siento que tengo que aprovechar ahora, antes que empiece la sicopatía de diciembre. Un delicioso cóctel no apto para espíritus débiles o topos encarnados en atractivas dependientas de Eugenio Risopatrón (ejem!): trabajar de lunes a domingo (sí, leyeron bien, 31 días de corrido), turnos de más horas, con la tienda llena a rebosar y Domitila más “nerviosa” que nunca. Y la estocada final, todo esto bajo el influjo de los no menos desquiciantes villancicos que –ya estoy advertida- después no hay cómo sacárselos de encima. Pero bueno, como estoy en mi etapa del vaso medio lleno, intentaré afrontar tan duros trances con espíritu navideño. Además, un pequeño detallito… como dijo Tony: “Ay nena, por lo menos nos van a pagar un pastón”.

martes, 26 de octubre de 2004

Escisión

Tony es cubano. Todos los días llega a la tienda moviendo las caderas, como si estuviera escuchando una música imaginaria y no se aguantara las ganas de bailar. Es sonoro, vistoso y amistoso. Un cascabel que alegra los días y hace que la lluvia caiga hacia arriba. La primera vez que lo ví hablaba por teléfono con su novio. A los 5 minutos me estaba contando de su romance como si fuéramos los mejores amigos, con ese desparpajo tan tropical como el zumo que toma en el baño en sus descansos inventados…
Fue él quién me enseñó el truco para fumar en el baño.
Tony tiene unos dientes blancos, enormes, que se muestran generosos.

Domitila y Tony tuvieron una discusión. Estaban en la caja, pero se escuchó en toda la tienda. Tony estaba llamando a un cliente al que había que avisarle cuando llegara un juego de toallas. Domitila lo vio hablando y se acercó a decirle que la cortara de esta usando el teléfono, que andaba todo el día de vago y haciendo llamaditas personales. “Estaba hablando con un cliente, déjame en paz”, contestó él con el mismo tono. Y yo entre medio de los dos, haciéndome la huevona y fingiendo conversar con el aparato para sacar las alarmas. “Pues me da igual, te la pasas usando el teléfono”, “No te metas conmigo que me tienes aburrido”, “Hago mi trabajo y tú deberías hacer el tuyo”…
Me escabullí por debajo de ambos cuando se hizo evidente de que la cosa no se iba a calmar. Me fui a arreglar unas bufandas, todas fingíamos hacer algo pero teníamos un ojo atrapado en la entrada, en la pelea.

La cosa es ésta. Tony me cae bien, Domitila no. Él es gracioso, me hace reír. Me enseña cosas que aún no sé hacer y nunca me ha robado un cliente cuando le he pedido ayuda. Ella me agobia. Él parece que flota y ella parece pegada al piso. Y como es mi jefa, su estrés me afecta directamente. Pero para ser bien honestos, ella es una buena persona, responsable, que quiere hacer bien su trabajo. Y trabaja harto.

Cuando me estaba yendo vi a Tony hablando por teléfono en el portal del edificio vecino. Sentado el en suelo, conversaba sin preocuparse de que la lluvia lo mojara, y evidentemente sin preocuparse de que estaba descaradamente dado a la fuga, en territorio prohibido –todo lo que pueda existir fuera de las puertas de Eugenio Risopatrón– en plena jornada laboral. Me despedí de él con mi mejor sonrisa, para demostrarle mi solidaridad ante el incidente, y me fui pensando por qué mis simpatías estaban con él, por qué me parecía que era el bueno de la historia, si llega tarde, trabaja menos que el resto y es el único que se atreve a salir de la tienda, si efectivamente se la pasa al teléfono y cada tanto se reporta enfermo (es más, dicen las malas lenguas que gana más que el resto de los vendedores, aunque no sé por qué motivo. Tampoco me importa en todo caso). Entonces me di cuenta de lo que pasaba. Con Tony la tienda parece menos tienda.

viernes, 22 de octubre de 2004

En mi defensa...

Lo sé, lo sé, no he estado muy adicta a la pantalla en estos últimos días, pero es que esto de jugar al proletariado tiene sus inconvenientes y definitivamente la falta de tiempo libre es uno de ellos.

Si pudiera pedir para navidad horas de regalo, eso pediría. Para darme baños de tina, descansar las piernas, ver tele, salir a bailar, ¡dormir!, pensar en la nada, postear una que otra vez sin sentir que le robo minutos a algo urgente… (antes que pregunten: leer un libro, pensar el trabajo de técnicas de escritura narrativa, hacer el trabajo de técnicas de escritura narrativa, prepararme algo para comer -ayer carbonicé mi tercera pizza del mes-, adecentar el desastre de casa que tengo a mi alrededor y contestar como 15 mails pendientes, además de otros detallitos no muy postergables, como hacer la cama, descolgar la ropa que se momifica en los colgadores y botar como 10 kilos de frutas y verduras podridas… y eso que hoy x suerte no tengo clases, aunque con el seminario que voy a hacer empezaré a tenerlas muy lueguito).

Hoy cumplí una semana en mi nuevo trabajo, y ya no tengo susto de mandarme alguna cagada, aunque sí una gran lata por las mañanas. No es el trabajo. Es la rutina. Sé exactamente lo que va a pasar, con pequeñas variaciones. El despertador, el café, el cigarro, la ducha, la ropa, salir, la esquina, el paradero, mirar los autos como pasan, el bus lleno, Alcalá, Goya, la Plaza de Colón (¿quién es ese???), Génova, Sagasta, Carranza, Alberto Aguilera, Argüelles. Bajarse, apoyarse en el poste, esperar a que llegue Félix, entrar. Olor a cuero, a desodorante ambiental, a plástico y quietud. Entrar al baño, dejar el bolso, ponerse ropa de trabajo, mirarse al espejo, salir. Música envasada, la misma de todos los ayeres, algunos minutos para ordenar, limpiar, sacudir, barrer y otros deliciosos menesteres dependiendo del día, hasta que entra uno, entra otro, y de pronto ya se está a full, unas 5 ó 6 miradas por día al reloj en promedio, sonreír, bufar, suspirar, volver a colocar las cosas en su sitio, sacar bolsas, doblar bolsas, poner alarmas, sacar alarmas, mirar con codicia los escalones, pensar en sentarse, alguna arrancadita loca al baño, a veces a darle unas fumaditas pecaminosas a un cigarro (sólo en mis días de temeraria), correr a los almacenes, a la caja, a buscar unos candelabros, a preguntar un código, un precio, un color, un lo que sea. Hora de irse, siempre habrá una hora de irse, pasó otro día. Ponerse la chaqueta, decir chao, cruzar la puerta, sacar la cajetilla, prender el cigarro, sacudir las piernas, cruzar la calle, esperar el bus, tomar el bus. Alberto Aguilera, Carranza, Génova, la Plaza de Colón (¿y ese quién era???), Goya, Alcalá. Luego el momento sándwich, llegar a la casa si no hay nada mas que hacer en el mundo exterior -como conseguir un libro, ir al super, visitar a alguien, trámites y papeleos varios, etc-, prender el compu, cocinar, comer, lavarse los dientes, inhalar, exhalar y a clases.

Sorpresa, se acabó el día.

Sí, pasa rápido. Tiene menos horas de las que solía aparentar. Aunque por otra parte, ésta ha sido una semana laaaaaarga.


lunes, 18 de octubre de 2004

Porque sí

Al dejar un nido el abejorro
Sin saberlo camina hacia su suerte
Inocente, liviano, casi transparente,
Va y se adentra palmo a palmo
En un denso y oscuro mar de chocolate
Coronado con almendras de melancolía.

sábado, 16 de octubre de 2004

A small good thing

De nuevo agotada pero necesito escribir. Cosas buenas, aunque aún me sienta como pescado fuera del agua y ande todo el día estresada con no meter las patas. Y Domitila, la supervisora, me ande retando a cada rato y crea que todos los condoros son mi culpa.
(Un minuto de silencio por la palabra. Única. Grande. Nuestra).


Hoy parece que se hizo la paz con mi compañero de las alfombras. Resulta que las alfombras son así como la zona vip, donde está lo más caro, “y si bien todos trabajan en todas las secciones, igual hay cierta asignación por zonas, y esa se prefiere que la lleve un hombre”. Y la cosa es que “la lleva” Vito, un italiano que ayer, desde que vendí la alfombra, me miró todo el rato con ojos de huevo frito y no me volvió a hablar. Pero hoy andaba de lo más simpático, aunque en su estilo mesurado, claro.

Que bien. Porque no me quiero llevar mal con mis compañeros de trabajo, menos tan pronto. Además… jeje, lo confieso, la verdad es que encuentro de lo más rico al italiano…

A small good thing, como diría el amigo Carver. O mejor dicho, varias cosillas buenas.

Conversé más con la chica de Tailandia, que ayer no me pescó mucho. En general no se puede conversar en el trabajo… salvo por trabajo, se entiende, y como no hay otras instancias para conocerse como almuerzos juntos o salidas a fumarse un cigarritos como en otros curros, no se sabe mucho de las vidas de los demás. Pero hubo un momento en que no había gente, y además llegamos antes de que abrieran en la mañana, así que ahí intercambiamos nacionalidades, etiquetas y mejores vibras.

Ayer, cuando salí de la tienda, fui a la biblioteca, así que hasta hoy no supe otra cosa… tengo bus directo a la casa, no sólo metro. Ahí al lado, y llego en 20 minutos. Hoy terminé menos cansada que ayer –ir con zapatillas ayudó bastante- y me fui sintiéndome más liviana, con mi discman a full arriba de uno de esos aparatitos que me gustan tanto, y que se deslizan rapidito y suavecito por la ciudad, mientras una va SENTADA, semibailando y anticipando placeres hogareños…

Ahora me pongo al día con el correo, con el blog y con mi juego de cartas pendiente. La casa está asquerosa y ya va a llegar Rebeca. Vamos al super, porque tenemos que preparar la cena. Vienen Nadia, Ismael y Hernán, y en una de esas, ¡por fin!, Loreto. Tengo paja, no quiero salir de la casa y menos cocinar, algo que por lo general me agrada y relaja bastante. Sólo quiero estar petrificada mirando el techo. Pero iré feliz, porque tengo ganas de ver a los chicos. Muchas. Ya se están haciendo periódicas estas juntadas a ingerir todo tipo de sustancias –alimenticias y no alimenticias, en estado sólido, líquido y ahumado -, ponernos al día con nuestras vidas y disfrutar de un nuevo capítulo de “Amiguitos en Madrid”.

Otra cosa que me gusta, los rituales.

Y mañana me puedo levantar a la hora que se me antoje.

Small + small + small
Punto feliz.

PD: por si hay por ahí algún espíritu sensible, me disculpo por la propulsión de anglicismos de éste y otros posts (ejem…). Mi ideal de ser humano los evita, pero a mi ente real, el que postea, le quedan de lo más cómodos. Y no es para tanto, hay cosas peores.


viernes, 15 de octubre de 2004

Paréntesis

Primer día de trabajo.
Pero no me voy a extender ahora. La quedo debiendo. Por mientras sólo unas pinceladas, para que no se me escapen algunas cosas...

Primer día de trabajo y llego tarde.
25 sangrantes y agónicos minutos tarde.
En mi descargo declaro que esta vez no me quedé dormida (como en mi examen de grado, algo de lo que hoy me río pero que en su día casi me produjo un infarto), digamos que fue 99% mala suerte, 1% despiste. Y 1000% de angustia. De hecho, salí con tiempo más que suficiente de mi casa. Creo que ha sido LA madrugación del año. Pero el destino me tenía preparadas algunas sorpresitas...
Direcciones erróneas, una billetera perdida y yo corriendo desbocada, desesperada y desaforadamente por las calles de Madrid. Adiós peinado, maquillaje y el agradable frescor de una buena ducha.
Por suerte cuando llegué Félix, el supervisor, me dijo que no me estresara, que era mi primer día. Y además hice todo lo posible por cambiar esa impresión fatal. Igual maaaaal, maaaaaaaaaaaaaal, pero para qué llorar sobre la leche derramada. Pa’ delante no más.
Además, vendí una alfombra de 150 euros…
Primer día en un lugar enorme, lleno de cosas que no conozco, de rutinas, sistemas, códigos, precios, secciones, catálogos, materiales y colores. De objetos de lujo. Lleno de historias.
Como en la vida. Buenas y malas.
Amistad, solidaridad. El cigarro más rico, el que se prende después de 6 horas en la tienda. El llegar a la casa y sentirte feliz de llegar.
Pequeñas –soterradas- luchas territoriales. Compradores espías. Controles de volúmenes de venta (y sin comisión), evaluaciones permanentes.
Me encantaría contarlo. Con lujo de detalles. Pero estoy cansada, y me duelen mis pobrecitos piececitos.
Y tengo que lavar ropa. La acumulación ya es indigna.
Y leer un libro para un trabajo de la escuela.
Y comer algo. El problema es que puse una pizza al horno y se me olvidó, y ahora está carbonizada en el basurero.

Y depilarme. Parezco la novia de King Kong.
Y comprar cigarros.
Y mañana trabajo…

miércoles, 13 de octubre de 2004

¡Hip hip hurra!.. (por lo menos por mientras)

Pues parece que tengo trabajo. Aún no prendo los fuegos artificiales ni inundo este blog con parafernalia pro felicidad ni posteo pensando en las múltiples felicitaciones (jeje) porque no estoy 100% segura de que todo funcione al final con los papeles que tengo (se supone que es un permiso de trabajo restringido o hay que hacer ciertos trámites o algo así). Y no quiero armar la fiesta, ir unos días feliz como lombriz recién contratada a trabajar y luego volverme a la casa con 50 euros en el bolsillo e inútiles deseos de estrangular al mundo porque algo salió mal en los peliagudos ámbitos legales. De hecho aún no lo cuento por mi casa, aún no realizo esa llamada que he hecho miles de veces en mi cabeza, aún no. Hasta que vea esa firma que me diga “sí, está todo bien. Termina de creértelo”.

Satanás tiene un nombre y se llama Tarjeta de la Seguridad Social. Curioso.

Pero bueno, igual estoy feliz. Contenida, pero feliz. Lo que pasa es que fue todo tan rápido que aún no lo digiero. Casi por casualidad.

El lunes en la tarde estaba ordenando la casa. Muy concienzudamente no tiré el diario a la basura, sino que lo dejé aparte para ponerlo con los demás papeles y cartones. Y me dio por hojearlo. 15 minutos después me estaba sacando una foto carnet en la esquina de mi casa, total, el currículum había que entregarlo ahí mismo - Alcalá con Goya, qué mejor-, entre las 6 y las 8 de la tarde (muy oportuno, considerando que eran las 7:30 cuando vi el aviso). Si hasta dejé el computador prendido.

Cuando llegué eran las 19:50 y estaba lleno de barbies de 1.90, muy de solarium y absolutamente producidas, y un que otro ser humano normal. Entonces me puse a repasar mentalmente el aviso: indispensable buena presencia, chicas de 20 a 30 años para trabajar como dependientas en la nueva tienda de Eugenio Risopatrón... el nombre ha sido cambiado para proteger la identidad de las fuentes (!) - Claro, a mí la marca esa no me sonaba de nada, pero después me entero que son unas tiendas tipo Casa & Hogar pero ultra pijas, donde una funda de cojín cuesta como 50 euros. Y todos mis amigos la conocían.

Pero bueno, por orden. Dejé mi currículum y estaba por irme cuando me dicen que tengo que esperar a la entrevista. A esa misma hora, en ese mismo lugar. Sin anestesia. Nada de visualizaciones positivas, respiraciones hondas antes de entrar o tiempo para planificar respuestas estratégicas. Sin tiempo para sicopatearme. Y con pocas esperanzas, al ver a tanta rubia sonrisa Colgate (más internacional que Pepsodent, jeje) de esas a las que les comprarían cualquier bolso. O sea, absolutamente relajada.

La entrevista fue en una oficina enorme, de muebles antiguos y ambiente de “decisiones grandes”, con un viejo con cara de importante sentado en su gran poltrona de cuero y rodeado de retratos familiares (si no era el dueño era alguno de los altos mandos, eso si). Pero el viejo además de importante era de lo más simpático, la candidata además de desenvuelta se sentía extrañamente en confianza y hasta se atrevió a tirar alguna broma por ahí. Incluso consiguió evitar una leve mueca traicionera cuando le dijeron que el trabajo era de lunes a sábado, además del primer domingo de cada mes…
Muy muy leve.
Que no me quejo de nada ¿eh? Que el topo se irá de vacaciones y bienvenido sea el cambio.

Bueno, la conversación siguió sus cauces ya conocidos, “me gusta mucho su forma de ser, creo que serviría para el puesto, la estamos llamando casi seguro”, etc, apretón de manos y a la calle. O mejor dicho al portón del edificio, porque no había alcanzado ni a cruzar la calle cuando me llaman por teléfono.

- Hola
- Si, ¿Verónica? Mira, recién estuviste en mi oficina, en una entrevista. ¿Podrías volver? Es que me faltó conversar algo contigo.
- Si, por supuesto. Voy de inmediato.

Mierda, todo había salido tan bien y ahora apuesto a que meto las patas. Voy a llegar y se me va a abrir el cierre del pantalón o voy a estornudar y se me va a salir un moco, me va a ver que tengo escrita la lista del supermercado en la mano, me va a pedir hablar en inglés –nivel superior, jajaja- y voy a colapsar y me voy a quedar muda, me va a preguntar algo que no sé… ¿Qué le faltará saber? ¿Qué problema hubo???

- Sí, dígame.
- ¿Puedes empezar el viernes?

¡Que susto!

domingo, 10 de octubre de 2004

Frío

Alcalá
Se viene el invierno, y empiezo a sentir los mismos olores bordados de frío que cuando llegué acá. Como si volviera a ser una recién llegada. Aroma a puertas cerradas, a lugares extraños.

Me despierto en la mitad de la noche para cerrar la ventana y en ese andar medio dormido me parece haber aterrizado en otro tiempo. Un tiempo de ser nueva, de no saber. Un espacio confuso, aún no delineado, que no puedo coger con las manos porque es demasiado sólido para amoldarse a mí.

Febrero. Me pierdo en el centro, con sus mapas incomprensibles en los postes. Noche, lluvia, taxis ocupados. La cabeza dando vueltas. Camino sin saber a dónde voy, las calles son serpientes y traicionan. Una enorme ciudad desconocida llena de desconocidos. Un inglés ebrio. Una mala idea.
Ni siquiera bostezo, por temor a tragarme uno de esos pelos negros y gruesos que salen de su espalda demasiado blanca, demasiado grande. Una gelatina de pelos y carnes blancuzcas que se alzan sobre mí y dividen mi cama estrecha en una inmensidad que no me pertenece y su orilla, invadida por ese cuerpo que se derrama con la pesadez atontada de su borrachera.
Ahí sigue, y no hay forma de olvidarlo. Sus ronquidos irregulares se desparraman con insolencia por el aire, escupiendo sus interiores con impúdico abandono. Silencio. Un ruido distinto, como un gemido pastoso. Silencio. Más ruido, de su saliva chocando con su lengua, y luego murmura algo en sueños.
Giro el cuello con cuidado, muy lento, como tratando de independizarlo de la rígida prolongación que se quedó olvidada más abajo. Me topo de nuevo con la taza que dejé sobre la mesa. La tengo tan cerca de mi cara que me llega el aroma deslavado del café frío, como suaves ráfagas de abandono. Pienso con codicia en el placer de tirarlo por el lavaplatos, dejarlo que corra, sacarlo de ahí. A su lado me mira el reloj, con el invariable avanzar de sus manillas y ese tic tac que se me balancea adentro en un vaivén uniforme que nunca explota.
La luz se empieza a asomar con avaricia, como un anuncio incompleto del día que no termina de llegar. Absorbo todo lo que me permite su desparramo exiguo, arropándome en los placeres que anuncia. Pero se me cansa nuevamente el cuello. Vuelvo mis ojos hacia ese cuerpo que se va perfilando con el azulino que lo baña, y se empiezan a desvelar los pequeños detalles. Los lunares de su nuca. La forma más exacta de los pelos de su espalda. Las pequeñas manchas en el cuello de su camisa. Me incorporo lentamente, amparada por un nuevo ronquido, acaso más profundo que los anteriores. Ahí sigue el techo, blanco, y las murallas rugosas, irregulares, formando un cubo de gusanitos inmóviles que se me vienen encima, aunque me haya sentado. En el suelo está mi ropa desganada. Sobre mis pantalones sus zapatos. Se ven levemente deformados en los costados interiores, con el cuero arrugado, como formando un pequeño acordeón justo donde debe quedar el hueso del dedo más gordo. Pienso en que probablemente no me gustarían sus pies. Sigo con la vista el camino que harán más tarde, y ahí está la puerta. Aún cerrada. Las manillas del reloj me ponen a hacer nuevos cálculos, meciendo mi expectación con su unidireccionalidad
.

sábado, 9 de octubre de 2004

Cerebro frito al plato

Image Hosted by ImageShack.us Quería escribir un súper blog. Narrar con gracia y donaire la última clase y la cena de fin de curso, las sesudas conversaciones de sobremesa con Gárgamel y la posterior caminata a casa, con sus infaltables reflexiones en el camino. En vez de eso me agarró una maldita jaqueca en plena clases, tan fulminante que para cuando terminó era incapaz de tragar las sales efervescentes que Nadia me ofrecía con amable solicitud. Al tercer intento de acercarme el vaso a la boca las contracciones de mi estómago me dejaron más que claro que ese no era el camino. Me quedé un rato esperando en la escuela, por si me sentía mejor, puteando porque quería ir al bar con el resto de la gente, pero fue inútil. O mejor dicho peor. Loreto, la secretaria académica -muy educada ella- fingió no notar ninguna de mis carreras sospechosas al baño, y se despidió gentilmente de mí, con cara de todos los días. Pese a lo tacaña que ando, tuve que desembolsar para un taxi. Nadia y Rebeca me dejaron en la puerta, con cara de madres preocupadas, y yo empecé a rezar para no hacer nada indigno durante el trayecto. El taxista, un gordito trasher que se fumaba un porro muy tranquilo él, se fue hablando hasta por los codos, hasta que me vio poseída por los escalofríos y ofreció gentilmente quedarse callado. Cuando llegamos me dijo que le daba pena cobrarme porque tenía una cara espantosa (nada como un taxista amigo para subir el ánimo).
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Una vez en mi casa me tiré sobre el amasijo de ropa, cuadernos y papeles que había sobre la cama, los que fui arrojando al suelo en mis escuálidos instantes de mínima energía. 20 años de jaquecas y nunca es menos terrible, y esta vez fue como si mis pensamientos, mis dudas, mis obsesiones, mis miedos y toda esa maraña que me zumba permanentemente se me hubiera apelotonado en la cabeza hasta no dar ya más de sí, como si todo, cansado, implosionara tras mis sienes, fuego derramándose y convirtiéndose en el frío que se me iba hacia afuera a través de la fiebre húmeda que me estremecía.

Hoy desperté 3 veces. La primera como a las 7, con los gritos habituales de Jesús y Pilar, unos niños odiosos del piso de abajo. La única persona a la que he escuchado gritar más que ellos es su madre, y eso es mucho decir, porque ¡qué manera de chillar acá la gente! Y además se dicen cosas espantosas. Unos insultos rebuscadísimos, patéticamente ingeniosos. Al rato Pilar se puso a estudiar flauta, mientras Jesús lloriqueaba porque su hermana se había comido el último pan bimbo y la madre amenazaba con cachetearlos a las dos. Me levanté, cerré la ventana y me miré en el espejo. Estaba verde.

La segunda fue como a las 11. Me sentía mejor pero cansada, cero energía. Como no tenía nada que hacer temprano, me quedé acostada, disfrutando de mis primeras horas sin odiar ser yo. De a poco me fui adormeciendo, con la exquisita sensación de no haber pegado un ojo en 3 días y estar en la más suave y mullida de las camas.

A las 3:30 volvió Pilar del colegio, quejándose con voz de guagua (bebé x si las moscas) porque no le habían metido no sé qué libro en la mochila. Por mí habría seguido ahí, indignamente acostada en medio del desastre, jurando que estaba en mitad de la noche –uno de los "beneficios" del patio interior- pero mi Pepe Grillo me sacó de la cama. 17 horas sin asomarte a la luz, ve a ver que trae el mundo…


lunes, 4 de octubre de 2004

Terremoto

AYÚN Sí, lo confieso. Por lo general soy de lo más fan que hay de los adivinos, tarotistas, astrólogos, videntes y demases. Me encanta intrusear en el futuro, sea lo que sea que eso sea (!!!). Es como abrir la puntita de un paquete de regalo, tocar un poco lo que hay dentro, mover la caja e imaginarse que saldrá de su sonido… Aunque es uno de mis vicios sin síndrome de abstinencia, sé que más de uno se escandalizaría si intentara hacer un recuento de mis visitas a la “consulta” de Madame Destino. Cien por ciento herencia materna, he de decir en mi defensa…

Recuerdo que no hace mucho mi mamá me tuvo como un mes persiguiendo a Alejandro Ayún. Pa’ los que no lo sepan, Ayún es un adivino –tanto tiempo conviviendo con ellos y aún no conozco la palabra “políticamente correcta”- que predijo que Zamorano no se casaría con su novia modelo Quenita la bonita, y luego se hizo de lo más famosillo y asiduo al plató televisivo. Pero el cabro tenía seso, no era un parlanchín cualquiera. Y en ese tiempo mi madre estaba alucinando con una entrevista que había salido en el The Clinic y me encargó la misión de ir a la caza de una preciada hora de consulta. Así que partí por lo facil, llamando al periódico. Mis amables coleguitas me dieron un teléfono, el de su “representante”. Luego de marcar por horas lo pillé y me dijo que estaba en su hora de comida y que mejor llamara al día siguiente. Nunca más contestó.

Otros intentos motivados por el aprecio hacia lo materno –convenientemente mezclado con un agradecimiento culposo surgido de tantas horas de tarot donadas por la generosa billetera de la doña- tampoco llegaron a buen puerto, aunque no por falta de esfuerzos. Al tipo se le repletó la consulta y nunca estaba ubicable.

Ahora me entero de que Aýun ha vuelto a ser portada de diarios. Pero no lo supe porque lo leí yo, me lo contó mi mamá. Que había salido en la tele diciendo que tal día iba a haber un terremoto. Ahora me meto a Internet y leo que dice que no dijo eso -pese a que puede predecir muy bien terremotos, acota- sino que el día en cuestión sería un día vulnerable, algo así como un día especialmente proclive a un sacudón de esos que a veces se van a pasear a un largo y angosto país…

Yo no sé qué dijo exactamente, no vi el programa.
Pero se entendió así, “tal día habrá un terremoto”.

"Bam Bam no se casará con Quenita"
Bam Bam no se casó con Quenita.
Y muchos deben haber vuelto sus ojos a la ex pareja de oro maldiciéndole que fueran prueba viviente de la pericia. Así que no quedaba más que esperar el desastre.
Porque se entendió así. Por algunos.
Entre ellos por el Lucas, aunque no supiera nada de romances futboleros.
(Lo que de paso, aclara el por qué me dedico a hablar de televisión, adivinos y el cotilleo nacional con mi madre por larga distancia)

La cosa es que al Lucas le entró el pánico. Vació los estantes y muebles varios de su pieza para no ser aplastado por un proyectil asesino y empezó a organizar nocturnas visitas a la cama de la abuela, porque el ansia no lo dejaba dormir. Se la pasaba ahí, despierto, esperando a que la tierra empezara a escupir.
Y nadie sabía muy bien qué decirle, además de lo obvio. Sólo abrazarlo y acompañarlo.


Ahora llamé y no estaba. Había ido donde mi hermano, para distraerse. Pienso en qué le voy a hablar yo para calmarle los miedos. Y tampoco lo sé muy bien, cuando lo veo mal me pongo un poco torpe, de la pura rabia. de pura impotencia ante mi finitud.

El Lucas siempre ha sido de muchas pesadillas.
Imágenes sólo de él llenando sus sueños cuando aún dormía en cuna.

Después vino la etapa del pánico a la muerte. Empezó a ahondar en eso de no existir y se desbordaba. “No me quiero morir, no me quiero morir”, empezaba a llorar en la calle, así, a pito de nada.

Estar en el dolor de un hijo es un dolor al cuadrado, y no creo que deba agregar mucho más al respecto. Pero uno sabe que debe estar ahí, sosteniéndolo, haciendo en cualquier grado, por pequeño que sea, más llevadero el momento. Cuando el Luqui tenía 5 meses le sacaron líquido de la columna para descartar una meningitis. Ahí estaba yo, una pendeja aterrorizada y que quería salir corriendo, que se fuera su llanto, que se lo arrancaran de adentro porque nunca había sentido algo así. Y la única manera de aliviar eso era, es quedándose, la única posible y deseada porque está ahí, como regalo hecho impulso.
Directo al llanto de quién más nos importa, para permanecer ahí. La redención –salvadnos oh Dios todopoderoso- está en la participación.

Partir su dolor.
Compartir.
Compañía.

Acá en España no hay terremotos. Pero no me siento a salvo. Así que hago guardia frente al teléfono, esperando que mi hijo llegué a casa mientras pienso en qué decir. No sé si encontraré las palabras mágicas. Sólo quiero que lo sepa.

Que mi corazón está en el epicentro.

sábado, 2 de octubre de 2004

Pienso, luego... ser o no ser (y cómo ser)

Como que estoy pasando una especie de etapa existencialista, lo que hace que me cuestione permanentemente, que cuestione al mundo y que la mayoría de las veces termine enredada en mi propia telaraña. Fluctuando entre la vulnerabilidad extrema a los cambios, a los tonos, a las opiniones y valoraciones ajenas y la protección de una dura cáscara de autodescubrimientos que se volvieron totalitarios.

La que me puso a pensar fue Nadia. Había daño, sí. Del innecesario.

Lo del trabajo no es tan “terrible” como lo pinté antes, de alguna forma jugaba con pulsar la caricatura más extrema y pensé que se iba a entender la pincelada de tragedia como parte de lo que quería transmitir. La forma en que tiñe todo. Pero por otro lado es mucho peor que cualquier cosa que pudiera decir, simplemente porque está ahí y se siente, incluyendo todos los matices no verbales de esa sensación, los fantasmas adheridos, que no puedo congelar bajo el dominio de la razón. Porque tengo miedo y algo me persigue, porque no entiendo que simplemente no le pueda comprar un pasaje al Lucas para terminar el master en su compañía. Es una densidad de la que a veces me desprendo, para reírme de todo y reencontrarme más libre, pero que insiste en irse todos los días conmigo a la cama.

Tal vez lo que necesite sea ir al origen de esa sensación, en vez de ahogarme en ella.
Y el origen es en sí el camino, el no llegar.

Una vez fui a hacerme una carta astral, y una de las primeras cosas que me dijeron fue que había un aprendizaje en mi vida a través de ir logrando las cosas lentamente, como que todo se me fuera dando de a poco, lo fuera descubriendo de a poco, y por eso aprendiera a valorar más las cosas. Y miro mi atrás y veo que ha sido puro camino, pura búsqueda. De identidad, de aclarar mis deseos, de tratar de llegar hacia determinados lugares. De tantear y descubrir qué cosas me importan, cuáles me hacen feliz. Mi hijo me regaló la necesidad de formar una familia sana, así que tomé el camino largo, aunque llevara mucha impaciencia en las maletas. En cuanto al trabajo, por desgracia me encanta lo que estudié, y escribir en general, así que por ese lado la meta también es alta: escribir sin traicionarme.

Pero aunque aún no haya llegado a la cúspide de ninguna de las dos cosas –de hecho aún no tengo ni montañas frente a mí que escalar, y de alguna forma es esa misma inactividad primaria lo que me absorbe-, si miro para atrás he tenido un buen camino. Sólo que a veces olvidaba pararme a disfrutarlo.

Esa esquina por la que voy pasando simplemente, sin pensar en el destino final.
En ese tipo que hace malabarismos con fuego frente al semáforo.
Porque el camino también se desvanece a nuestras espaldas, y después ya no estará ahí, no estará tan a la mano la Costanera una tarde de otoño, con los árboles llorando hojas que se rinden, no llegaremos en tres minutos al refugio materno, al refrigerador bien nutrido y la respuesta balsámica. Y antes que me de cuenta la ECH se habrá borrado, “petrificada en blancos pasillos y vasos de plástico con vino”. Sin que me despida ya no habrá escuela, ni calle Eraso ni biblioteca de Salamanca, la burbuja del saber de Diego de León. Aunque siga existiendo un tiempo más a este lado del océano -1 año, 10, 100, que poco cambia-. No es una cosa geográfica. Es que ya no estará el disfrute que regaló ese preciso momento.
El camino está entonces en el camino. Poblar con nuevas imágenes al cortejo que se agazapa en la almohada. Los pequeños acontecimientos.

El jueves, después de clases, fuimos al nuevo bar de la esquina. O mejor dicho, al viejo bar de la no esquina, porque es el mismo de siempre que cambió de dirección, así que ya no está en su estratégica posición camino al metro. Pero de puros fieles que somos, de puro sobornados que estamos a punta de esas tapas generosas que tantas veces nos permitieron saltarnos la cena. De una tapa también se hace el paraíso, sobre todo con hambre, sobre todo si te la regalan con una sonrisa.

Así que partimos en la búsqueda de los nuevos Montes de Galicia. “Señorita nuestro bar”. La novia colectiva de la mayoría de los estudiantes ECH. Sólo Ismael no nos acompañó, estaba cansado y supongo que algo tristillo, pero eso ya es parte de la historia de él. Rebeca si fue, y eso me tenía contenta. Hace tiempo que se me había perdido en la pena y extrañaba su conversación con reguste caribeño, sus caras de espanto y su risa de adentro. También estaba Nadia, por supuesto, además de Iñigo y el Doctor Fish. Rebeca y Nadia insistían en que me miraba, aunque yo preferí hacerme la huevona.

Así que ahí estábamos, comiendo chorizo pijo y un pan más calentito y rico que el de antes, pero como todo alimento que se precie de “high society”, bastante menos abundante en su proporción. Tratando de hacer nuestro un lugar que se nos había vuelto ajeno. Como cuando amamos a alguien por mucho tiempo, y un día lo miramos y vemos a otra persona, no lo reconocemos. Porque ha cambiado. Y estamos ahí, en la mitad de la noche, peleando con un velo que se necesita descorrer para descubrir qué es distinto, algo que no se entiende pero está ahí.

Fue como estar buscando lo que ya no había entre lo que sí quedaba. César de camisa naranja y corbata, moviéndose con cierta torpeza entre los nuevos muebles, despojado de su andar de viejo zorro que sabe donde está todo y se aparece con una copa en la mano antes de que alcances a suspirar. Fue como entrar en un mundo de cartulina, donde un “bienvenidos” de motel esculpido en piedra falsa no alcanzaba a advertir del aire marinero que emanaba de las redes colgando de las murallas, el toque oriental de la barra y algunas esquinas de lo más western, además de mesas con manteles de blondas -muy casita en la pradera-, flores de plástico por doquier y hasta algunos zapatos viejos en los estantes, encargados de aportar el toque final de “sala de estar de la abuelita” a la decoración.

El otro bar ya no estaba, se había ido para siempre con su tele más chica y sus mesas desnudas, con su no estilo del que hizo un estilo, con su sobriedad gris. El que nos guarda las imágenes de nuestros encuentros post clase, de los compañeros que ya se fueron, del rincón tras la mampara que era de nosotros. Pero está el nuevo, el gracioso, el que parece un extraño circo estético-alimenticio. Está todo lo que puede ocurrir entre sus nuevas paredes, todos los partidos que se pueden ver en la mega tele pantalla plana y nuevos hambres que cubrir con una tapita que salió de la nada. Total, si es muy chica siempre se pueden conseguir tres euritos para un bocata.