sábado, 2 de octubre de 2004

Pienso, luego... ser o no ser (y cómo ser)

Como que estoy pasando una especie de etapa existencialista, lo que hace que me cuestione permanentemente, que cuestione al mundo y que la mayoría de las veces termine enredada en mi propia telaraña. Fluctuando entre la vulnerabilidad extrema a los cambios, a los tonos, a las opiniones y valoraciones ajenas y la protección de una dura cáscara de autodescubrimientos que se volvieron totalitarios.

La que me puso a pensar fue Nadia. Había daño, sí. Del innecesario.

Lo del trabajo no es tan “terrible” como lo pinté antes, de alguna forma jugaba con pulsar la caricatura más extrema y pensé que se iba a entender la pincelada de tragedia como parte de lo que quería transmitir. La forma en que tiñe todo. Pero por otro lado es mucho peor que cualquier cosa que pudiera decir, simplemente porque está ahí y se siente, incluyendo todos los matices no verbales de esa sensación, los fantasmas adheridos, que no puedo congelar bajo el dominio de la razón. Porque tengo miedo y algo me persigue, porque no entiendo que simplemente no le pueda comprar un pasaje al Lucas para terminar el master en su compañía. Es una densidad de la que a veces me desprendo, para reírme de todo y reencontrarme más libre, pero que insiste en irse todos los días conmigo a la cama.

Tal vez lo que necesite sea ir al origen de esa sensación, en vez de ahogarme en ella.
Y el origen es en sí el camino, el no llegar.

Una vez fui a hacerme una carta astral, y una de las primeras cosas que me dijeron fue que había un aprendizaje en mi vida a través de ir logrando las cosas lentamente, como que todo se me fuera dando de a poco, lo fuera descubriendo de a poco, y por eso aprendiera a valorar más las cosas. Y miro mi atrás y veo que ha sido puro camino, pura búsqueda. De identidad, de aclarar mis deseos, de tratar de llegar hacia determinados lugares. De tantear y descubrir qué cosas me importan, cuáles me hacen feliz. Mi hijo me regaló la necesidad de formar una familia sana, así que tomé el camino largo, aunque llevara mucha impaciencia en las maletas. En cuanto al trabajo, por desgracia me encanta lo que estudié, y escribir en general, así que por ese lado la meta también es alta: escribir sin traicionarme.

Pero aunque aún no haya llegado a la cúspide de ninguna de las dos cosas –de hecho aún no tengo ni montañas frente a mí que escalar, y de alguna forma es esa misma inactividad primaria lo que me absorbe-, si miro para atrás he tenido un buen camino. Sólo que a veces olvidaba pararme a disfrutarlo.

Esa esquina por la que voy pasando simplemente, sin pensar en el destino final.
En ese tipo que hace malabarismos con fuego frente al semáforo.
Porque el camino también se desvanece a nuestras espaldas, y después ya no estará ahí, no estará tan a la mano la Costanera una tarde de otoño, con los árboles llorando hojas que se rinden, no llegaremos en tres minutos al refugio materno, al refrigerador bien nutrido y la respuesta balsámica. Y antes que me de cuenta la ECH se habrá borrado, “petrificada en blancos pasillos y vasos de plástico con vino”. Sin que me despida ya no habrá escuela, ni calle Eraso ni biblioteca de Salamanca, la burbuja del saber de Diego de León. Aunque siga existiendo un tiempo más a este lado del océano -1 año, 10, 100, que poco cambia-. No es una cosa geográfica. Es que ya no estará el disfrute que regaló ese preciso momento.
El camino está entonces en el camino. Poblar con nuevas imágenes al cortejo que se agazapa en la almohada. Los pequeños acontecimientos.

El jueves, después de clases, fuimos al nuevo bar de la esquina. O mejor dicho, al viejo bar de la no esquina, porque es el mismo de siempre que cambió de dirección, así que ya no está en su estratégica posición camino al metro. Pero de puros fieles que somos, de puro sobornados que estamos a punta de esas tapas generosas que tantas veces nos permitieron saltarnos la cena. De una tapa también se hace el paraíso, sobre todo con hambre, sobre todo si te la regalan con una sonrisa.

Así que partimos en la búsqueda de los nuevos Montes de Galicia. “Señorita nuestro bar”. La novia colectiva de la mayoría de los estudiantes ECH. Sólo Ismael no nos acompañó, estaba cansado y supongo que algo tristillo, pero eso ya es parte de la historia de él. Rebeca si fue, y eso me tenía contenta. Hace tiempo que se me había perdido en la pena y extrañaba su conversación con reguste caribeño, sus caras de espanto y su risa de adentro. También estaba Nadia, por supuesto, además de Iñigo y el Doctor Fish. Rebeca y Nadia insistían en que me miraba, aunque yo preferí hacerme la huevona.

Así que ahí estábamos, comiendo chorizo pijo y un pan más calentito y rico que el de antes, pero como todo alimento que se precie de “high society”, bastante menos abundante en su proporción. Tratando de hacer nuestro un lugar que se nos había vuelto ajeno. Como cuando amamos a alguien por mucho tiempo, y un día lo miramos y vemos a otra persona, no lo reconocemos. Porque ha cambiado. Y estamos ahí, en la mitad de la noche, peleando con un velo que se necesita descorrer para descubrir qué es distinto, algo que no se entiende pero está ahí.

Fue como estar buscando lo que ya no había entre lo que sí quedaba. César de camisa naranja y corbata, moviéndose con cierta torpeza entre los nuevos muebles, despojado de su andar de viejo zorro que sabe donde está todo y se aparece con una copa en la mano antes de que alcances a suspirar. Fue como entrar en un mundo de cartulina, donde un “bienvenidos” de motel esculpido en piedra falsa no alcanzaba a advertir del aire marinero que emanaba de las redes colgando de las murallas, el toque oriental de la barra y algunas esquinas de lo más western, además de mesas con manteles de blondas -muy casita en la pradera-, flores de plástico por doquier y hasta algunos zapatos viejos en los estantes, encargados de aportar el toque final de “sala de estar de la abuelita” a la decoración.

El otro bar ya no estaba, se había ido para siempre con su tele más chica y sus mesas desnudas, con su no estilo del que hizo un estilo, con su sobriedad gris. El que nos guarda las imágenes de nuestros encuentros post clase, de los compañeros que ya se fueron, del rincón tras la mampara que era de nosotros. Pero está el nuevo, el gracioso, el que parece un extraño circo estético-alimenticio. Está todo lo que puede ocurrir entre sus nuevas paredes, todos los partidos que se pueden ver en la mega tele pantalla plana y nuevos hambres que cubrir con una tapita que salió de la nada. Total, si es muy chica siempre se pueden conseguir tres euritos para un bocata.


2 Comments:

Blogger Roberto Arancibia said...

El bar ya se quedó con ustedes, entre ustedes. Alguien un día, sentados en cualquier parte, va a recordar ese bar y serán transportados allá.
--*--

Te leo Vero y me quedé pegado en lo de escribir sin traicionarme.

4:00 a. m.  
Anonymous Anónimo said...

Por dios que se ponen cursis a veces... ¿No será mussho?
Abuso del blog para decir pelotudeces, que le llaman.

12:13 a. m.  

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