El otro día en el trabajo me fui a dar unos paseos por los territorios altos de la tienda, donde están los chicos, las cosas caras y el mercadillo (curioso, pero en fin). Un poco por sacar la vuelta y otro poco porque quería llevarme para mi sobrino uno de los cojines en forma de conejito que tenían en súper oferta, todo un éxito entre las abuelas y madres madrileñas. Cuando llegué me encontré con la mala noticia de que recién se habían vendido los últimos tres –estaban desde antes que yo llegara- y tampoco quedaban más en la nave. ¿Están seguros?, preguntaba a mis compañerillos con cara compungida, es para mi sobrino, porfa, búsquenme uno. Nada, no hay nada, decían. Más tarde le comenté lo mismo a Toni, que esa mañana no había ido, sólo por si acaso… "No nena, no quedan. Si sé de algo te aviso".
Aunque el asunto se me había quedado atragantado (ya me había hecho la imagen mental del gran Cococo, que debe estar enorme y aún más exquisito que cuando me vine, abrazado a su cojín) me terminé olvidando. Unos días después estaba abriendo la caja y me encuentro con un paquete encima de la mesa. Lo saqué para ver qué era y ahí estaba el cojín, sonriéndome con su cara de conejito feliz. No estaba segura de que fuera para mí, asi que subí a preguntarle a los chicos si sabían algo. "Te lo bajé yo", me dijo Andrés cuando llegué. "Vino una señora a hacer un cambio y otra lo vio y se lo estaba llevando, pero le dije que estaba reservado y lo dejé aparte para que no se lo fueran a llevar de nuevo. Lo más divertido de todo es que Toni también quería guardarlo, y estábamos ahí, peleándonos el conejo cuando me dijo ¿pero tú para qué lo quieres? Es para guardárselo a la Vero. Ah, pero si yo lo quiero para lo mismo".
"Gracias Andrés, te pasaste", le dije con cara de máximo enternecimiento compañeril, y entonces la cara de Héctor se asomó por detrás de unas alfombras: "¡Yo también cari, yo también te lo guardé. Eh, que yo también andaba preocupado de eso!"
Mi trabajo es tóxico, y no hay día en que no me levante pensando "guaj, que paja, tengo que ir a la tienda". Si pudiera, no me demoraría ni dos segundos en emigrar a lugares más apetecibles, para sacudirle las telarañas a la mente y estimular un poquito la creatividad. Será que mis reminiscencias católicas ayudan un poco –todo el rollito ese de la parábola de los talentos y el desperdicio de los dones que el buen Dios puso en nuestras manos-, pero mi deseo de olvidar que existe tanta gente apestosa, mal educada y tonta pululando por las tiendas no tiene nada de devoto. Sí, sin duda me las emplumaría sin pensarlo ni un poquito, aunque cada vez que me entrego al agradable paladeo de esa sensación de espacio recuperado algo se me queda ahí, como un aire espeso en mi estómago que va cobrando forma y cara, una procesión de caras que se empujan por su derecho a permanecer intactas. Bromas en el baño, almuerzos multitudinarios, el cigarrito afuera de la tienda, las conversaciones hasta tarde con Dino, las graciosísimas confidencias sexuales de Toni, la risa de Paulina, la compañía de Carlota, los desayunos con Elena, la sensación de pertenencia. Hasta las compulsivas bromas de Serafín. Los amigos, pero no cada uno de los amigos que he ido haciendo, sino que el todo que ellos forman ya convertidos en otra cosa, un todo que de alguna manera pertenece a la tienda y se queda con ella. Que viene en el mismo paquete.
"Es la ley de mercado, eso que se llama costo alternativo", diría seguramente Dino, con su mente siempre práctica y su tono de filósofo contemporáneo. Sí, tal vez se le podría poner otro nombre menos financiero pero supongo que al final se trata de eso. No se puede tener todo, en la vida hay que elegir y siempre se pierde algo, o como dicen por ahí, "descubriste América por teléfono". Yo lo único que sé es que mañana no tengo ganas de ir a trabajar. Se lo digo a mi conejito, pero no me contesta.